Avatar de Desconocido

Santuarios

No crucé demasiadas palabras contigo. Hay personas que mudan en personajes que entran en escena y dejan un perfume que cala, y atraviesa, hasta que un día te preguntas por qué no han sido más, por qué no te acompañaron en el paseo vital más tiempo. Por qué no haber admirado juntos esos destellos de gracia que la vida tiene a bien, a veces, otorgar. Sí recuerdo una hermosa conversación en ese oasis que año a año nos brinda nuestro amigo común, nuestro «primer grado» de separación. Pero decir amigo en vuestro caso es faltar a la verdad. Pocos hermanos pueden presumir de ser carne de carne, hueso y víscera común.

Ahora te acomodaría en una butaca mullida, te ofrecería un buen vino y te empezaría a hablar de estos tesoros que ahora acaricio más que sostengo. Porque, querido, tengo en mi casa y en mi corazón una buena parte de tu discoteca. Y, ya sabes cómo somos los estigmatizados. Hay tantos recodos del camino de los que querría hablarte.

Cuando alguien se va, cuando alguien se va tan pronto, pervive en la gente que ha amado. Yo sé que mi padre vive en todos los instantes que le echo de menos, que caigo sin su sostén. Y sé que mi madre vive en todos esos momentos en los que soy huérfano y busco cobijo. Pero qué se hace con los que no fueron, pero tuvieron que ser. Todos estos hermosos vinilos y cedés, pulcramente cuidados que sostengo en mis manos, que pincho en mi tocadiscos como si fuera un paño sagrado, me hablan de ti. Y me hablan de nosotros. Porque ya somos juntos, porque dos que escuchan juntos (no existen barreras de tiempo, ni de espacio, cuando la música suena) viven juntos eternamente.

Vi esas cajas de cartón, con reverencia. ¿Pero realmente puedo? Puedes llevarte todos los que quieras, me los ha dejado a mí, y yo quiero que tú los tengas. Porque es un honor que alguien que sepa apreciarlos los conserve.

Siempre es un momento de total entrega y total respeto cuando accedes a la biblioteca, a la discoteca de alguien. Cuando entro en una casa busco los libros, los discos, las películas que guarda. No busco colecciones. Un solo disco guardado con amor es motivo suficiente para santiguarse con agua bendita. Pero esas cajas, anodinas, burdas, refulgían como antorchas en la noche. Mis dedos empezaron a repasar mientras mi corazón reventaba de emoción. ¿De veras? Los que quieras, me haces un gran favor. Y un tesoro no se mide por su valor, ni de mercado ni sentimental. Los arqueólogos (los buenos) que sopesan una gargantilla de bronce de dos mil años de antigüedad no piensan en lo que les va a pagar el museo, sino en el pliegue de carne que quedaba cuando esa pieza adornaba el cuello de una mujer que se enamoró, que sufrió, que vivió en ese mismo lugar hace tanto, y que quiso que la enterraran con ella. Era su alma la que se agarraba a la rasqueta, no queriendo separarse de ese trozo de piedra. Y eran mis manos las que estaban profanando tu santuario, ahora en esa caja de cartón cuando antes (lo sé, todos los melómanos lo sabemos) ocupaba el mejor rincón de tu hogar.

Estos discos, primorosos, una vez separados los que ya se tienen, tras muchas coincidencias (tantas coincidencias), iban creando un grupo compacto, el mismo que van a tener siempre conmigo. El altar respetado, venerado. Aunque sé que tú no estarías conforme. Quizá querrías que fuesen como esa gargantilla, tu ajuar funerario. Por eso ahora mis dedos, que toman lo que tú tomaste, lo hacen con el mismo respeto con el que mi equipo reproduce los tesoros que reprodujera el tuyo.

Y entonces Jeff Buckley me susurra Hallelujah, Bon Iver toma posesión del aire de mi cuarto y Dominique A se agarra a mis oídos como solo él sabe hacerlo. Y siento aquellas cosas que sentiste escuchando esos mismos acordes de Low, Mogwai, Laila, todo el amor que puede sostener Bowie. Y me digo está bien, es bueno, es necesario que esta magia se produzca, y que tu legado siga presente en mis oídos, en mi cerebro, en el de mi hijo; y que siga esa estela que la música acomoda en las paredes para dar al hogar que lo sabe acoger acomodo y solaz. Y esos discos hermosos se aúnan con los míos, se fusionan (aunque tengan cada uno su propio espacio, porque eso es respeto) y forman un todo que se agranda, y se expande y se vuelve roca donde asir el desespero del vivir por aquellos que ya no saben hacerlo.

Quizá deberían haber ocupado tu pira funeraria, como las armas del soldado; pero los hoplitas estaban satisfechos si, tras caer, otro buen soldado sostenía su lanza y su espada. Yo haré que todo vuelva a sonar, todas las veces. Haré que tu memoria se alce en notas y acordes centelleantes y vuelen en esta habitación. La música nos hace humanos. Nos apacigua. Nos mece cuando la luz se apaga y acechan las tinieblas. Así que gracias. Tu nombre estará en mis labios toda vez que alguien se acerque a estos trozos de ti que guardo, como grial sagrado, en estas paredes.

Deja un comentario