La sutileza

La naturaleza es ruda. Suele irrumpir desaforadamente, con brusquedad, arrasando, o anegando, o resquebrajando. Suele actuar con sus criaturas de manera rotunda, hacerlas traumáticamente mudar de piel, morir entre estertores o nacer y parir con bestialidad coreografiada. A veces es lenta y concienzuda, horadando por milenios el contorno de piedras, sierras y valles, pero el resultado siempre es desaforado; hermoso, pero desaforado.

Pocas veces es sutil. Quizá en el leve rozar de un ala al viento, o en la zozobra de un mar en calma que derrama las olas como en un suspiro, o en esa gota eterna que forma una estalactita deflectada. No es extraño que nosotros seamos también bruscos, toscos, despiadados. Hemos arrasado con todo lo que se nos ha puesto en nuestro camino a base de maza y dinamita.

Sin embargo, la sutileza es propia también de nuestra especie. Tan sólo hay que ver el levísimo giro con el que una patinadora cambia de dirección en el hielo, o el inapreciable toque con el que un maestro hace carambola sobre un tapete. Pero la que más impresiona es aquella que resulta de la acción de una máquina capaz de mover toneladas de presión y realizar una operación milimétrica sin salirse ni una micra del camino trazado.

He recuperado una costumbre ya casi olvidada, claudicando ante la moda, sí, pero recuperando sensaciones que tenía grabadas a fuego en mis sentidos: la de la sutil aguja de un giradiscos bailando entre los surcos de un vinilo. Con ese emocionante caer a plomo sobre el plástico y ese ruido inigualable que sólo los maniáticos del sonido sabemos apreciar.

Así que os presento a mi nuevo amiguito, que luce así en mi salón. Y mi colección de discos, desparramada antes de ordenar y colocada ya en su nueva ubicación sueca esperando su turno.

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Bienvenido sea.