El orden del buen maniqueo

Es útil el principio maniqueo. Yo no soy responsable de mis actos porque no son fruto de mi libre albedrío, sino del mal que domina mi vida. Es que, como diría el personaje de Cassen en Amanece que no es poco, el tema del libre albedrío viene aquí pintiparado. Buena la lio Mani, y pensemos que su pensamiento, convertido en religión, estuvo activo mucho tiempo. La única forma de salvarse del mal es negarse a uno mismo. Así, el orden del buen maniqueo es ser célibe, contemplativo y vegetariano. Nada que pueda importunar al mundo que me rodea. Sin embargo, la deformidad del uso del lenguaje ha dejado como significado del término aquel que extrema sus posturas, interpretando la realidad sobre la base de una valoración dicotómica. Todo es blanco o negro, bueno o malo. Pero distinguir entre el bien el mal no siempre es fácil, sobre todo teniendo en cuenta que el bien, como aspiración, no suele ser el objetivo del hombre postmoderno.

Hay personas que, pudiendo elegir, eligen el bien, si es que son capaces de verlo. Y personas que eligen el mal, incluso a sabiendas de que lo es. En este principio está destilado todo el funcionamiento social. Porque si nadie tendiera al mal este mundo, al margen de bastante más aburrido, sería un mundo sin leyes, sin parlamentos, sin normas, sin punición, sin religiones. El paraíso de los hippies, y si me apuráis hasta de muchos nudistas.

Pero no es así, queridos niños. La masa humana, a poco que se le apriete, es una hija de la gran puta (excúseseme el lenguaje sexista en mor de la claridad del discurso). Y la media está entre la tendencia a ser simplemente una mala persona y el maldito bastardo (mis disculpas de nuevo por la utilización del género masculino, pues es indistinto el género). La gente puede que no sea radicalmente mala, pero encontrar a alguien bueno, en el más puro y prístino sentido del término, es tan complicado como sólo un símil bíblico es capaz de ilustrar. Y que conste que son cuerdas, y no camellos los que deben pasar por los ojos de agujas.

Por desgracia debo constatar la veracidad de estas afirmaciones porque son ya muchos años de experiencia nadando entre el mal. Y su amiga, la injusticia. La bondad empieza fuera de uno mismo, terreno vedado en el que no se aventura el común de los mortales, de hoy, de ayer y del mañana, porque más allá de sus fronteras hay monstruos. Y luego vienen aquellas pequeñas o enormes batallas de los que somos distintos. Por mala suerte o por empeño. Ser de otro modo conlleva el estigma. Da igual si es porque elegiste un momento distinto al del resto, porque tus glándulas no segregan suficiente testosterona o porque, como el bueno de Gambardella, cuando de pequeño te preguntaban qué era lo que preferías por encima de todo pensabas en el olor de las casas de viejo, y no en los coños, como todo el mundo (masculino, se entiende; imagino que la cosa sería pensar en otro tipo de genitales). Las almas sensibles sufren, pero más allá del sufrir de los vencidos. Y se emocionan, como no saben emocionarse los adocenados. Así es, y con más ardor cuanto más tiempo pase.

No me hagáis mucho caso. Ando preasténico. O eso creo.

El martillo pilón

La reproducción es sangre. Huele a sangre. Sabe a sangre.

Creced y multiplicaos. Hasta el más imbécil, el menos humano sabe hacerlo. Décadas de liberación sexual de nada sirven ante la llamada de la selva. Hasta el más desaprensivo, el más torpe lo logra. Nada importa la satisfacción sexual, el goce mutuo, el retardar el orgasmo, la simultaneidad. Lo importante es que ese líquido viscoso y blanquecino se ubique adecuadamente y cumpla su función reproductora de millones de peones flagelados que buscan con ahínco el óvulo al grito de sólo puede quedar uno. Y ya está. La espera, la ilusión, el vértigo, la alegría, el deber cumplido, el instinto satisfecho. El saber que uno ya se puede morir, ahora que…

Pero puede que no, que no sea así. Puede que un día, superados los miedos, la zozobra, la búsqueda de la ocasión ideal, puede que no, que no esté de Dios, aunque precisamente sea Dios, cualquier dios, el que menos tenga que decir. La naturaleza se vuelve desabrida, caprichosa, más selectiva que nunca. Y es entonces cuando la ciencia empuja, allana el camino, cumple esa función que la evolución humana ha labrado con sangre (otra vez sangre) sudor y lágrimas, que no es otra que obrar milagros como ningún dios fue capaz. Y es entonces cuando el embarazo dura años. Criogenia. Estimulación forzada. Probetas. Remedio infalible. Los milagros de la ciencia. Pero tú ves pasar los meses y lo que para otros es rápido, vivaz, sorpresivo, para ti es eterno, inconmensurable.

Y aún con todo a veces estás en el lado débil de la estadística. Ese cero coma algo. Lo que debe ser fácil, con todo la dificultad propia de perpetuar la especie, se vuelve imposible. Con esa agonía, esa crueldad propia de las ocasiones perdidas, donde entran en juego los mismos mecanismos que para el resto: la ilusión, la espera, el vértigo, hasta que se desencadena la tragedia. Entonces sólo cabe el aullido, el quejido, el romperse por dentro por la injusticia, por la mala suerte, por la refinada ironía con la que la naturaleza, incluso la ciencia te dice que tú no, que tú no lo mereces, que sea lo que sea que hayas hecho para no merecerlo ahora te pasa factura, no fueras a creer. Cuando la fe, precisamente la fe, es la primera que se acobarda y te traiciona.

Para esas pérdidas no existen nombres. No hay palabras para definir a aquel que pierde sus hijos demasiado pronto, cuando sus corazones laten pero cercenan su latido. Literalmente. No las tiene la RAE, no las tiene el vulgo. No hay duelos permitidos, siempre es el «no te preocupes», «todo se andará», «aún sois jóvenes», «eso en cuanto que os relajéis os saldrá solo, ya veréis». Y tú les observas, intentando expresar con tu mirada la rabia ahogada en sangre, en litros y litros de sangre (sangre en las vías atadas al cuello, sangre en compresas, sangre en las manos) que no tienen ni puta idea, que no saben de qué coño están hablando, y que más valía que se metieran esa blanda esperanza en sus labios. Incluso no hay lugar en los hospitales. Te tragas tu dolor y esa rabia en la misma planta donde los malditos ecógrafos expanden a los cuatro vientos los latidos de neonatos que traspasan el silencio nocturno como los ejércitos dispuestos a la batalla, con su monótono tap-tap-tap-tap-tap-tap.

Entonces eres el paria, el lisiado, el que no vale. Tu esperanza se transformó en sangre, en rabia, dolor y llanto por nuestros hijos malogrados.

Tú no perteneces al selecto club. Tú no tienes hijos. Tú no sabes. No sabes nada. Los anuncios de sonrosados bebés, tripas descomunales y niños prístinos manchados de barro retuercen el cuchillo clavado en el pecho. Los miembros del selecto club sienten lástima, mientras amasan el pelo de sus retoños. Todo te lo recuerda, todo está ideado para que pierdas día a día la batalla. Tripas incipientes en Facebook, sillas infantiles que se comparten, fotos de niños preciosos que miran desafiantes a la cámara desde esa inocencia manchada por los babeos de los padres, hermanos, abuelos, tíos, compañeros, amigos. Todos expanden la nueva, todos saltan, gritan, balbucean, ríen, lloran, y horadan la herida que se acerca sin pausa a tu corazón para hacerse letal, terca y desafiante. Incluso algunos malnacidos esparcen su inmundicia en forma de feto troceado. Entonces quieres matar, destruir, aniquilar.

Yo quería ser padre. Y había consenso en que iba a ser un buen padre. Confesiones de algún buen amigo me hicieron sonrojar. Y ahora te amargas, te sumerges en la rabia inconsolable de reconocer que no puedes pisar las casas de tus cercanos recién padres porque te sientes mal de no alegrarte de su desorbitada alegría. No puedes mirar a tus queridas colegas porque su tripa desmesurada te mira y te sonríe sarcástica. Y te sientes ruin, amargado de no poder sentir ni siquiera envidia, sino rabia.

La procreación es nuestro martillo pilón, inconfesable, incansable, ineludible. Golpea siempre, día a día, noche a noche, de manera infatigable. Siempre, siempre dispuesto a recordarte que tú no, que tú no eres como ellos, que no lo podrás ser, que no se te ocurra pensarlo. Día a día. Que siempre puedes adoptar. Día a día. Que hay gente que no puede, y no pasa nada. Día a día. Y te tragas los anuncios, las conversaciones, el ímpetu procreativo de toda tu generación. De esa ristra de cacas, apiretales, maxicosis, pañales y sueños imposibles de madrugada. De mira qué mono, qué hace, cómo se mueve. Pero tú no sabes nada, qué vas a saber, tú estás incompleto, porque no eres padre, porque no es lo tuyo, porque no sabes lo bueno de la vida, lo único, lo verdadero, lo más grande, lo más importante. Y estallas por dentro, llorando de nuevo por ese proyecto truncado, por esos babies sin dueño, por ese biberón que no fue. Por toda esa vida que perdiste. Por el futuro. Y pugnas, de nuevo, otra vez, por no volverte loco.

Y escuchas el martinete, solemne, infatigable, perpetuo, del martillo pilón asolando lenta, inexorablemente, tu cabeza, tu alma, tu propia esencia. Día a día. Día a día.