Somos los restos

Es complicado escribir sobre todo esto que estamos viviendo sin resultar cansino, con todo aquello que leemos y vemos en nuestras pantallas. Pero he cometido el bendito error de volver a ver The Leftovers en los ratos libres de una vida entre pañales, cajas de mudanza y un trabajo extenuante.

The Leftovers trata de la devastación emocional de aquellos que sobreviven a una catástrofe planetaria. Las similitudes con la era Covid son inevitables. Sobre todo porque en la realidad de la serie y nuestra realidad lo más pertubador es la sensación de aparente normalidad. Los centros comerciales a los que les está permitido abrir, los bares y restaurantes o las tiendas continúan como si nada, con la única nota exótica de las mascarillas. Incluso en las cadenas de moda los modelos ya las lucen para venderlas.

Nuestra vida transcurre en una distopía, mientras conciudadanos con peor suerte se juegan la vida en las UCI, con personal sanitario exhausto que mira el futuro con nuestra misma sensación de incertidumbre. Nada es sólido, nada es confortador, nada parece real.

Veo rostros felices comentando las cosas de esta vida diaria confusa y pienso en que ahora comprendo bien al Remanente Culpable, esos tarados vestidos de blanco que ejercen como nadie la pasividad agresiva y nos quieren recordar aquellos primeros versos de 37’6 de Tulia Guisado: “Nada debería existir. / Ni la tierra, ni el fuego, / ni el agua. / Mucho menos el aire, / donde respiran los demás / para dañarme».

No sé cómo saldremos de esta. Barrunto que nada serio pasará, sino una vuelta de tuerca más de desigualdad y desdén neoliberal. Luchar contra ellos dicen que es de necios. Ahora que parece terminar la era Trump queremos ver un rayo de luz que sabemos efímero. Cuando era universitario me sentía ansioso por formar parte de un mundo mejor, pero ahora estoy tan decepcionado como siempre han estado los humanos maduros, desencantados y tristes por asistir al demoledor rodillo de la decadencia de la civilización.

La pandemia, además, ha sido devastadora para los sensibles. Arrastramos una nueva capa de melancolía y tristeza. Una nueva pérdida de la inocencia. Una más. Más aún si hemos sido tocados por la enfermedad. El miedo, el pánico más bien, la incertidumbre de los primeros tiempos, cuando llamar en busca de auxilio era una hora de espera para que colgaran la línea si podías respirar. La desconfianza del sano, que se alejaba de ti como un apestado. Los dolores, la fiebre, las secuelas. Las nuevas secuelas tras el paso del tiempo. Y el dolor por las muertes cercanas. Por los amigos graves. Por los que han perdido su trabajo. Por tanto.

El fin del mundo de Leftovers es parecido al nuestro. Un apocalipsis de segunda, como a la espera de un golpe definitivo que no llega. Los protagonistas temen una segunda Partida, o un diluvio, o cualquier otro modo oscuro de desaparecer. Nosotros ya hemos dejado de confiar en el futuro. Ya nunca más estaremos tranquilos pensando en esos días eternos en los que ver a gente pasear perros era sentir la punzada de la envidia.

Ya nunca seremos los mismos. Ya tenemos nuestra guerra. Y como las anteriores, el miedo, la rabia, la pena pueden con la esperanza. Las mentiras opacan la luz. Quiero sentir regocijo, aunque sea consuelo, de que el mundo sigue a pesar de todo. Pero ahora solo pienso en que algo se ha roto en nuestro mundo. Y no creo que seamos capaces de encontrar cómo sanarlo.

Imágenes del Orgullo 2016

En este blog zombi ya no suelo prodigarme, pero me resisto a darlo por finiquitado. La culpa la tiene un proyecto en el que ya saben algunos que llevo mucho tiempo y que ya va quedando menos (muy poco) para dar por concluido. Probablemente pronto tenga que decir algo por aquí, a pesar del heterónimo.

Pero quería ahora hablar de otra cosa. Suelo salir cada año al increíble desfile del Orgullo en las calles de Madrid, cámara en ristre, mezclándome entre la gente, intentado captar el ambiente, los rostros, los detalles. Y una vez más me lo pasé en grande en esta mezcla de fiesta y reivindicación. El año pasado no puse aquí ninguna foto, así que aprovecho para invitaros a ver tanto las imágenes que capté este año como el anterior. Espero que  os gusten.

Tal día como hoy nace Roy Batty

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El 8 de enero de 2016 es ya una fecha muy especial para todos. No sólo para los aficionados al cine de ciencia ficción, no sólo para los que amamos el cine con mayúsculas, ni siquiera sólo para los que se sientan fascinados por un filme como Blade Runner, sino para todos aquellos que seguimos creyendo en mitos.

Tal día como hoy nace Roy Batty, el replicante por excelencia, el ser artificial, el androide con problemas metafísicos nacido de la mente de Philip K. Dick. Pero el Roy que más conocemos, el personaje inmortalizado por Rutger Hauer en Blade Runner, la película de Ridley Scott no es exactamente como en el libro, es un ser más combativo y atormentado que, tal y como nos pasa a nosotros, los humanos a los que «replica», tiene conciencia de su existencia, de su naturaleza, y sobre todo de su muerte, de ese límite al que todo mortal debe llegar y que le condena a desaparecer. Es un personaje que conmueve más que asusta, una máquina perfecta que siente como nosotros, porque, como cita el lema de la fábrica de donde sale, la Tyrell Corporation, es «más humano que los humanos».

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No sabemos qué habría pasado si la odisea en la que se embarcó Scott para dirigir un largometraje tan complicado, que puso al límite la tecnología de la época y la paciencia de los productores, no hubiese existido. Quizá estaría en la mente de muy pocos, aquellos que hubiesen leído Sueñan los androides con ovejas eléctricas (Do Androids Dream of Electric Sheep), pero el valor del filme, el milagro que se produjo para que podamos disfrutarlo en nuestras pantallas, es precisamente que exista ese personaje, más allá de Deckard, más allá incluso de Harrison Ford, Sean Young, Daryl Hannah, Edward James Olmos, M. Emmet Walsh, William Sanderson o Joanna Cassidy. Lo que nos ha cautivado a todos desde hace ya más de treinta años es esa imagen del ser perfecto, de aquel que «brilla con el doble de intensidad» y que «dura la mitad de tiempo» y que sabe que va a morir, y en el último momento, en el último suspiro de vida, tiene misericordia de su cazador y sólo quiere abandonar este mundo en paz en una de las escenas más bellas y conmovedoras de la historia del cine.

Mucho se ha hablado de Blade Runner. El ejemplo perfecto de «obra de culto», que ha cosechado mayor éxito según se iba alejando la fecha del estreno (hace bien poco volvió a pasarse con gran éxito en las pantallas grandes de medio mundo con una prístina versión remasterizada) y que tantas vueltas hubo de dar hasta lograr el metraje exacto y la trama exacta que quería su director. Un drama que es parte ya de nuestra cultura, y el motivo por el que muchos aún nos sentimos cautivados por su épica y nos hayamos reconocido devotos de la ciencia ficción cinematográfica.

¿Es banal, absurdo, infantil sentirse deudor de un personaje de ficción que ni siquiera es humano? Hasta Hauer ha reconocido que le ha podido su personaje, que es demasiado grande para sentir que simplemente es un papel más en la carrera de un actor. Con Roy todo cambió para hacernos más humanos, más sensibles, más absortos ante un espectáculo, una escena no por repetida menos impactante. Con Roy todos supimos, casi como si nunca lo hubiésemos querido saber, que no sirve de nada atacar naves en llamas más allá de Orión, ni ver Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhäuser, no sirve de nada ser el mejor espécimen de tu especie, ser capaz de levantar un hombre en vilo con una mano herida cuando las fuerzas empiezan a fallarte. No sirve porque todo eso que vivimos, todos esos recuerdos que atesoramos, se perderán sin remedio en el océano del tiempo, como lágrimas en la lluvia. Y eso ya nunca cambiará, ni nada ni nadie podrá evitar que lo sintamos.

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Gracias por ello a Phillip K. Dick, a Ridley Scott, a Harrison Ford y a Rutger Hauer. Y gracias a ti, Roy, por ser el espejo desde donde todos miramos esa paloma que alza el vuelo entre la lluvia con el primer rayo de luz que sobrevuela la ciudad brumosa. Tan gris como este mundo, y tú tan blanca como nuestra esperanza.

Bocanadas y un recuerdo

Ando desaparecido en este espacio. Lo sé. Demasiado que hacer, demasiado que atender, demasiado que vivir.

También es verdad que uno de los motivos por los que abrí este espacio (bueno, éste no, el anterior, ya me entendéis) ha dejado de existir, y no era otra que Pitu, mi gata, que me acompañó más de nueve años y que se nos fue casi ya con veinte años, con la misma fuerza con la que entró en aquella pequeña casa de Vallecas donde vivía en aquel lejano 2005.

Estuve mucho tiempo queriendo escribir sobre ella, pero no me salía, era demasiado difícil. Y justo ahora en que estoy pensando en que entre otro animal en mi vida recuerdo este espacio ahora casi abandonado. Y no sé, qué voy a hacer y si voy a decir más cosas. Nadie lo sabe, pero ella está aquí con nosotros, en el recuerdo, ya ancianita, como en estas fotos.

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Quizá porque la muerte ronda otra vez a mi alrededor, como siempre atenta a esos rituales de infortunio que nos la trae en avalanchas, y en los que sólo decimos que nos deje en paz, que ya está bien.

Perdone el lector el abandono. Son tiempos difíciles, y tengo un libro que terminar. Dieciocho capítulos concluidos y once por acabar. Y este pobre blog hecho unos zorros. Así es la vida.

La atrocidad vista por Tindersticks

Retratar las monstruosidades de la guerra no es nada nuevo. De hecho, desde la Antigüedad se ha venido haciendo por músicos, pintores, escritores y artistas de toda índole. Las guerras siempre han sido y son una parte sustancial de la historia de la humanidad, y por ende del arte. Sin embargo, prácticamente hasta los albores del siglo XX la guerra desde el punto de vista artístico solía tener un componente épico, heroico o valeroso, pero con el advenimiento de la Gran Guerra la cosa cambió. Matar era más fácil, se hacía «industrialmente», y una generación de hombres y mujeres tuvo que asistir atónita a una escalada de violencia como nunca jamás hubo. Y así fue retratada por los artistas.

Luego vino la Segunda Guerra Mundial, y ya nada fue igual, porque el exterminio también tuvo que ver con la población civil. No es que antes esto no existiera, claro, pues pueblos desaparecidos por hordas armadas los hubo siempre, pero nunca antes se había tratado a la humanidad como objeto a exterminar de manera fría y calculada. Ya no había cuchillos con los que degollar ni daños colaterales, sino cámaras de gas y fría maquinaria de guerra capaz de aniquilar la población de toda una ciudad o de un área determinada. Sobre ello hay mucha escrito, pintado y compuesto. Es especialmente intensa la producción estadounidense, pero también hay emocionantes testimonios de los pueblos más masacrados, como esa famosa 3ª Sinfonía de las lamentaciones de Gorecki (aquí podéis ver un viejo artículo que escribí sobre ella; o un fragmento de Holocaust, A Music Memorial Film from Auschwitz, grabado en las ruinas del propio campo de concentración) o el tremendo documental Shoah de Claude Lanzmann (en este enlace podéis verlo completo y subtitulado al castellano), ambos con el Holocausto en mente.

Pero volvamos a la Gran Guerra, de la que acabamos de «celebrar» su centenario. Es evidente que la atrocidad de la Segunda hizo palidecer el horror de la Primera, más aún en aquellas ocasiones en que ambas se desarrollaron en escenarios cercanos, pero el desgaste para las tropas que supuso la primera resulta siempre insoportable de imaginar. El fenómeno de la trinchera nunca tuvo tan atroz e imponente protagonismo. Sólo en la batalla de Somme murió un millón de personas de los tres millones de combatientes que tomaron parte en ella. Imaginarme la vida en la trinchera, sufriendo frío y calamidades, siendo presa a un tiempo del miedo a la muerte más terrible y al hambre y las enfermedades más espantosas (una buena parte de los combatientes murió de males asociados a la humedad, el frío y la insalubridad). Y todo ello bañado por una impotencia sin igual de verse atrapado en un infierno del que no se podía salir bajo amenaza de acusación de cobardía, lo que a menudo acababa en el peor de los finales, el fusilamiento en un acto de inhumanidad por el que muchas familias aún se empeñan en que los gobiernos, especialmente el británico, pidan perdón sin éxito.

Poner música a esta atrocidad no es fácil, pero nunca imaginé que un grupo al que proceso tanta admiración como mis queridos Tindersticks fuesen capaces de hacerlo. El In Flanders Museum, situado en la localidad belga de Ypres, de donde toma nombre el disco, encargó a los de Nottingham poner música a la visita, de modo que sus piezas fuese el ambiente que siempre está presente en las salas del museo. No es una «banda sonora» al uso, sino una parte más de la exposición que se repite de manera constante. Y es de tal belleza que cuesta describirla, muy en consonancia del antes citado Gorecki. Juzgad por vosotros mismos.

www.tindersticks.co.uk/ypres

Parece mentira que la tristeza sirva también de motor de la melancolía. Muy acorde con este otoño (a pesar de los veranillos presentes).

El vacío e internet: adiós a La Coctelera

Ya me conocéis, queridos lectores: soy muy propenso a la melancolía, y sensible a los vacíos que van sembrando de pequeñas o grandes ausencias aquello que desaparece ante nuestros ojos. Soy de los que coleccionan recuerdos de aquel cine de barrio que ya no existe, o de aquel viejo bar tan frecuentado que hace tiempo que fue sustituido por, qué sé yo, una agencia inmobiliaria. La propia Tierra desaparecerá algún día absorbida por el Sol mientras que se está convirtiendo en una gigante roja que irá arrasando con todo a su paso en su largo camino hasta llegar a ser enana blanca. Nada importará entonces, porque nada habrá sobrevivido. Todos volveremos a ser lo que ahora somos y siempre seremos, como diría Sagan: polvo de estrellas.

Lo curioso es cuando se da forma a lo que no existe. Estamos demasiado acostumbrados a esa irreal existencia que puebla internet. Que los soportes donde guardamos nuestros tesoros, incluso aquellos que la falta de uso convirtió en antiguallas, son finitos no es necesario demostrarlo, basta con darse una vuelta por El Rastro madrileño para observar viejas piezas que ahora son basura deseando que alguien les dé nueva vida. Sin embargo, todo el inmenso universo digital que estamos construyendo poco a poco en esa escalada cósmica sin medida, que multiplica casi cada segundo su número en una escala exponencial, es intangible. Necesita de demasiadas realidades creadoras de ilusión: un servidor que no deja de ser un potente ordenador donde cobijar archivos entremezclados con otros miles con un software que lo procese y lo convierta en legible; un complejo proceso de interacción entre servidores de todo el mundo; una red de cableado eléctrico; un router, un ordenador, sus tripas en forma de conectores, zócalos, ranuras para RAM, un chipset y sus circuitos eléctricos; un monitor que procese esa información para encender los puntos y píxeles necesarios que realicen la magia de que todo «eso» aparezca en pantalla; con su correspondiente software específico en forma de navegador que traduzca de forma correcta esa información ante nuestros ansiosos ojos. Y todo ello con una velocidad de vértigo, instantánea para nosotros, que permite que nuestra realidad pueda ser compartida por cualquier persona conectada en cualquier rincón del mundo. Cosas de magia, casi negra, para nuestros abuelos, y casi para nuestros padres si no han entrado en el mundo digital.

Pero todo eso no es nada. Ni siquiera si pretendemos conservarlo de algún modo en nuestro poder. Y no me valen «pinchos» USB ni discos duros de varios teras de capacidad. Aún seguimos necesitando un trasto electrónico que nos lo convierta en imagen o sonido, que nos lo «enseñe», que lo traiga a nuestra realidad. Porque si quisiéramos, por ejemplo, conservarlo en papel, agotaríamos toda la Amazonia si quisiéramos imprimir todo lo que se produce en nuestro día a día cibernético.

Y más aún nuestros favoritos «sitios» de internet. Este blog, que se aloja en WordPress, es también una entelequia, una serie de bytes que ocupan su lugar comprimidos, ordenaditos, con sus ceros y sus unos en una máquina anónima en donde quiera que tenga WordPress sus servidores, sujeto al caprichoso designio de los programadores, que mueven el contenido de acá para allá para acomodarlo adonde ocupe el menor espacio. Esto que lees, querido lector, es nada, y es todo. Esa es la magia a la que asistimos todos los días.

Entonces, ¿cómo es posible sentir nostalgia de algo que no existe? Porque en este mundo irreal también se remeda de alguna forma los fenómenos que ocurren en el mundo real, los nacimientos, las enfermedades y las muertes. Los sitios web dan sus primeras bocanadas de vida en el momento en el que el primer «tiralíneas», probablemente ataviado con una camiseta con mensaje, construye de la nada el entramado necesario para desarrollar un sitio web, después de que los diseñadores y programadores se han puesto de acuerdo (nunca es fácil) en cómo debe ser. También enferman cuando el sistema se viene abajo por cualquier inconveniencia, poniendo en vilo de manera estentórea a un buen puñado de muchachos con camisetas con mensaje que tiene que atender la urgencia en vez de estar jugando a su videojuego favorito. Y, por supuesto, mueren, cuando los señores con corbata deciden que eso ya no se sostiene, que no da dinero y que no se puede mantener ya. Y entonces dan la orden de cerrar el grifo, de apagar el interruptor, de como mucho guardar los datos fosilizados en alguna vieja máquina que ya no se use para la brega del día a día y hacen que desaparezca toda huella de donde antes hubo vida, y hubo sangre, para dejar una pantalla de error donde antes hubo tanto, o las menos de las veces un mensaje de despedida e incluso de agradecimiento. Y nada más.

Siempre pasa lo mismo con los señores con corbata. Todos entendemos que nada es para siempre, pero nos cuesta creer que los números puedan con una realidad irreal por la que tanta y tanta gente pasó durante tanto y tanto tiempo. Siempre se cree que un nuevo esfuerzo, en forma de transformación, de absorción, de giro publicitario o de lo que sea que sea necesario para echar el ansiado salvavidas consiga parar el desastre. Como profesional que he sido del tema, y como tipo sensible que soy, llevo en mi corazón páginas que he seguido con pasión, como soitu.es, que ya nos dejara hace tiempo; o Profes.net, que fue mi razón laboral diaria y la pantalla de millones de usuarios durante todo el tiempo que se mantuvo viva. Ahora sendas páginas congeladas sirven de póstumo homenaje a lo que un día fue. Pero ahora tengo que sumar una más, una con la que me unía mucho más que una hilazón sentimental, un largo periplo de sentimientos a flor de piel: lacoctelera.com.

Una página en blanco y un discretísimo «gracias» en la URL es lo único que queda de todo aquello. Y, por supuesto, ni rastro de aquella polidori.lacoctelera.net, o lacoctelera.com/polidori, que tanto monta. Desaparecido, niente, nada, blanco nuclear, ni un sólo rastro, salvo un liviano archivo txt de apenas siete megas y un archivo de imágenes de unos ciento sesenta megas en jpg.

Entended que sé que eso no es nada, pero creedme que pueda ser todo. El vacío también existe en internet. Cuando una página desaparece, más una página como ésta, con tanto movimiento y tanto y tanto dentro, algo tuyo desaparece. El consuelo de ver todo ese contenido en un archivo con etiquetas html no es tal consuelo. La memoria incluso de los rostros conocidos por esa misma razón, o incluso aquella perrita Maggie que me hizo fijarme y decidirme en dar el paso y crear ese blog activo durante casi nueve años, con más de ciento ochenta mil páginas vistas (ya no podré pasar de doscientas), ochocientas veintiséis entradas y dos mil doscientos noventa y cuatro comentarios, es ya cosa del pasado, como todo en este universo. Como este blog, que algún día desaparecerá. Como todo lo que alcanzamos a ver, que diría san Nacho.

Quizá por ello he realizado un acto de rebeldía y he abierto un nuevo sitio que ha nacido con la vocación de ser un fósil: polidorilacoctelera.wordpress.com, un lugar donde podréis encontrar exactamente los mismos contenidos, los mismos comentarios y las mismas fechas del viejo blog. Salvo las imágenes, que han sido imposibles de recuperar, porque me llevaría demasiado tiempo volver a enlazarlas. Las conservo, claro, por si alguien está interesado, y  me produce un extraño efecto verlas todas juntas, en su ordenado orden alfabético, pero toscamente desordenadas en su real orden cronológico.

Llamadme, espetadme sentimental. Lo asumo, lo comprendo. Pero echo de menos aquel rincón que tanto tiempo adecenté. Por eso, permitidme que ponga estas dos capturas para recordar aquello que fue, y ya no es, porque se perdió como una lágrima bajo la lluvia de ceros y unos que puebla nuestro día a día virtual.

Sea.

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Fantasmas entre balazos

El pulso de la ciudad hace que quien la habita piense que siempre fue así desde el principio de los tiempos. La lucha entre el pasado y el presente nunca se hace más evidente que cuando se horada un poco la superficie de la calle de siempre para conocer ecos de un pasado a veces esplendoroso, a veces anodino, a veces atroz.

Casi todas las ciudades ancianas han sido testigos de grandes acontecimientos en sus calles y plazas. No sólo las milenarias, ni las más grandes, sino cualquiera que atesore unos cientos de años en su particular historia. Prácticamente todas las grandes capitales europeas han visto ejércitos peleando en su centro, o han visto cómo eran atacadas sin piedad por grandes máquinas de guerra que pretendían destruirlas por completo desde la cobarde lejanía. En algunos casos no quedan de ellas nada, o esqueletos polvorientos que sólo dan una tibia imagen de su antiguo esplendor. Grandes ciudades antiguas y medievales, como Ampurias o Medina Azahara, sufren el mismo destino que otras pequeñas localidades que, como Belchite (os dejo el enlace al especial que dediqué en el anterior blog) o Oradour-sur-Glane, han quedado rotas, detenida su destrucción a falta de la puntilla final que las haga desaparecer, como tantas y tantas otras.

Claro está que cuando la ciudad sobrevive, y continúa el vertiginoso fluir de su asfalto, se suele olvidar esa pasado aciago. De ese «tapar» las heridas, hasta tal punto que ya ni siquiera quedan las cicatrices a la vista, recomiendo muchos montajes que pueden verse en la red del antes y el después de lugares donde se viviera la tragedia, como éste del Desembarco de Normandía, éste de la «liberación» de los pueblos franceses o los estragos del golpe de estado en Chile.

Madrid, ya se sabe, fue tremendamente castigada en la Guerra Civil, como otras ciudades españolas. Al ser la capital y el «destino final», el ensañamiento y, lo que es peor, el escaparate de demostración de poder que supuso para Franco el mantenimiento del frente a escasos metros de sus calles, hizo que la guerra se mantuviera artificialmente en su perímetro durante mucho más tiempo del necesario. Aún pueden verse escasas huellas en algunos rincones. Nada tan impactante como los huecos dejados por las balas y perpetuados en la plaza barcelonesa de San Felipe Neri (podéis ver una foto debajo hecha hace un mes), pero sí en algunos rincones desapercibidos en la Ciudad Universitaria, amén de los restos de algún búnker en el Parque del Oeste o el impresionante enjambre de túneles del Parque de El Capricho.

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Cuenta la leyenda que Cela guardó durante años (hasta que la repugnancia se lo desaconsejó) el globo ocular de una novia que iba a su encuentro y que fue reventada por una bomba en la calle Madera. Y es que los bombardeos en la capital fueron tan habituales que algunas calles, como la Gran Vía, fue llamada la «Avenida de los obuses». Baste revisar esa hermosura llamada Las bicicletas son para el verano de Fernán Gómez, y su versión cinematográfica esculpida por Agustín González. Ahora, que todos paseamos con nuestro tonto traje de cotidianidad, parece aún más lejano un pasado tan brutal en una ciudad adocenada, escaparate del turismo.

De las zonas donde más pavor se siente por el pasado estruendo, al menos en mi caso, resalta la Casa de Campo. Ese paraíso urbanita, vestigio del arcano ocio palaciego, que milagrosamente abraza a la ciudad por el Oeste y sirve de frontera para tantas cosas, fue frente durante meses y meses. A tiro de piedra de la Plaza de España los combatientes se batían a fusilazo limpio en una sinfonía espectral que ahora suena demasiado lejana cuando lo único que pueblan sus hectáreas son conejos, ciclistas, corredores, paseantes y figurantes de una danza de dudosa corrección política. Yo mismo, que vuelvo a etiquetarme como amante de la bici después de tantos y tantos años, suelo acercarme al Cerro Garabitas y alrededores intentando que mi ritmo cardíaco sea el adecuado para mover un desarrollo digno en cada repecho del camino.

Cuesta imaginarse lo que tuvo que ser aquel horror. Como suelo apurar el día para pedalear, a veces me sorprende la noche cayendo sobre la estrecha Carretera de Garabitas, que serpentea entre pinos y que en algunos recodos del camino se retuerce en una pequeña hondonada que cae entre el cerro del mismo nombre, desde donde escupían fuego las baterías de artillería que martirizaban la ciudad, y el pinar de Cuatro Caminos. Incluso quedan vestigios de un camino militar toscamente asfaltado, de fuerte pendiente, construido en la época para el transporte de pertrechos bélicos y tropas. Desde esos cerros soldados amaestrados dirigían con saña los proyectiles que iban a caer instantes después en esa ciudad que se recorta en el horizonte. El demiurgo sabe qué regocijo podría caberles al pensar en las bajas que iba a producir esa lluvia de acero y metralla. El escalofrío al pensarlo in situ es demoledor.

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A esa hora en que las sombras confunden las formas y en que es difícil distinguir lo conocido de lo extraño, la sensación de angustia es brutal. Entre pedalada y pedalada uno escrutina el paraje, queriendo ver siluetas donde no hay nada. Y entonces imagina qué tuvieron que sentir los soldados, mal pertrechados, con el miedo agarrado a la garganta, mientras cruzaban un terreno tan propicio a la emboscada o a la bala perdida. La muerte tendría que olerse, palparse, temer como inminente.

Sólo cuando te alejas de esos parajes, con la vista ya en el cercano Parque de Atracciones, con sus promesas de moderna y pusilánime diversión, cuando te vuelves a convertir en un urbanita más en bicicleta y dejas de ser un halo en las sombras, comprendes lo que significa haber tenido suerte, haber nacido en época de paz, sin el temor a que la guerra destroce tu mundo en un solo instante. Que ahora mismo estés lejos de otras guerras que asolan, ahora y siempre, este odioso mundo. Y entonces, sólo entonces, te sientes satisfecho de haber comprendido, aunque sea de una forma torpe y edulcorada, cuánto dolor cupo en esos lares.

Así que brindemos por aquellos que cayeron por un ideal. Magno motivo en esta época donde lo que se valora cabe en el bolsillo del pantalón.

Barcelona por dentro y por fuera

Barcelona siempre se me ha resistido para las fotos. Fuera porque no iba pertrechado o porque no tenía el tiempo suficiente, nunca pude pasar un día tranquilo con la cámara en ristre. Y por fin lo he hecho. Aquí tenéis algunas muestras del resultado.

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Pero además pude subirme al Carmel y fotografiar la superluna que hemos tenido el privilegio de vivir este año.

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Así como el paisaje nocturno desde el castillo de Montjuic.

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Aún me quedan muchas fotos por hacer, entre ellas las que pueda de dos cementerios a los que tengo muchas ganas, el propio de Montjuic y el de Poble Neu. Pero por ahora os tenéis que conformar con esto, que espero que no sea poco.

Todas las imágenes en mi cuenta de Flickr, como siempre.