Fantasmas entre balazos

El pulso de la ciudad hace que quien la habita piense que siempre fue así desde el principio de los tiempos. La lucha entre el pasado y el presente nunca se hace más evidente que cuando se horada un poco la superficie de la calle de siempre para conocer ecos de un pasado a veces esplendoroso, a veces anodino, a veces atroz.

Casi todas las ciudades ancianas han sido testigos de grandes acontecimientos en sus calles y plazas. No sólo las milenarias, ni las más grandes, sino cualquiera que atesore unos cientos de años en su particular historia. Prácticamente todas las grandes capitales europeas han visto ejércitos peleando en su centro, o han visto cómo eran atacadas sin piedad por grandes máquinas de guerra que pretendían destruirlas por completo desde la cobarde lejanía. En algunos casos no quedan de ellas nada, o esqueletos polvorientos que sólo dan una tibia imagen de su antiguo esplendor. Grandes ciudades antiguas y medievales, como Ampurias o Medina Azahara, sufren el mismo destino que otras pequeñas localidades que, como Belchite (os dejo el enlace al especial que dediqué en el anterior blog) o Oradour-sur-Glane, han quedado rotas, detenida su destrucción a falta de la puntilla final que las haga desaparecer, como tantas y tantas otras.

Claro está que cuando la ciudad sobrevive, y continúa el vertiginoso fluir de su asfalto, se suele olvidar esa pasado aciago. De ese «tapar» las heridas, hasta tal punto que ya ni siquiera quedan las cicatrices a la vista, recomiendo muchos montajes que pueden verse en la red del antes y el después de lugares donde se viviera la tragedia, como éste del Desembarco de Normandía, éste de la «liberación» de los pueblos franceses o los estragos del golpe de estado en Chile.

Madrid, ya se sabe, fue tremendamente castigada en la Guerra Civil, como otras ciudades españolas. Al ser la capital y el «destino final», el ensañamiento y, lo que es peor, el escaparate de demostración de poder que supuso para Franco el mantenimiento del frente a escasos metros de sus calles, hizo que la guerra se mantuviera artificialmente en su perímetro durante mucho más tiempo del necesario. Aún pueden verse escasas huellas en algunos rincones. Nada tan impactante como los huecos dejados por las balas y perpetuados en la plaza barcelonesa de San Felipe Neri (podéis ver una foto debajo hecha hace un mes), pero sí en algunos rincones desapercibidos en la Ciudad Universitaria, amén de los restos de algún búnker en el Parque del Oeste o el impresionante enjambre de túneles del Parque de El Capricho.

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Cuenta la leyenda que Cela guardó durante años (hasta que la repugnancia se lo desaconsejó) el globo ocular de una novia que iba a su encuentro y que fue reventada por una bomba en la calle Madera. Y es que los bombardeos en la capital fueron tan habituales que algunas calles, como la Gran Vía, fue llamada la «Avenida de los obuses». Baste revisar esa hermosura llamada Las bicicletas son para el verano de Fernán Gómez, y su versión cinematográfica esculpida por Agustín González. Ahora, que todos paseamos con nuestro tonto traje de cotidianidad, parece aún más lejano un pasado tan brutal en una ciudad adocenada, escaparate del turismo.

De las zonas donde más pavor se siente por el pasado estruendo, al menos en mi caso, resalta la Casa de Campo. Ese paraíso urbanita, vestigio del arcano ocio palaciego, que milagrosamente abraza a la ciudad por el Oeste y sirve de frontera para tantas cosas, fue frente durante meses y meses. A tiro de piedra de la Plaza de España los combatientes se batían a fusilazo limpio en una sinfonía espectral que ahora suena demasiado lejana cuando lo único que pueblan sus hectáreas son conejos, ciclistas, corredores, paseantes y figurantes de una danza de dudosa corrección política. Yo mismo, que vuelvo a etiquetarme como amante de la bici después de tantos y tantos años, suelo acercarme al Cerro Garabitas y alrededores intentando que mi ritmo cardíaco sea el adecuado para mover un desarrollo digno en cada repecho del camino.

Cuesta imaginarse lo que tuvo que ser aquel horror. Como suelo apurar el día para pedalear, a veces me sorprende la noche cayendo sobre la estrecha Carretera de Garabitas, que serpentea entre pinos y que en algunos recodos del camino se retuerce en una pequeña hondonada que cae entre el cerro del mismo nombre, desde donde escupían fuego las baterías de artillería que martirizaban la ciudad, y el pinar de Cuatro Caminos. Incluso quedan vestigios de un camino militar toscamente asfaltado, de fuerte pendiente, construido en la época para el transporte de pertrechos bélicos y tropas. Desde esos cerros soldados amaestrados dirigían con saña los proyectiles que iban a caer instantes después en esa ciudad que se recorta en el horizonte. El demiurgo sabe qué regocijo podría caberles al pensar en las bajas que iba a producir esa lluvia de acero y metralla. El escalofrío al pensarlo in situ es demoledor.

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A esa hora en que las sombras confunden las formas y en que es difícil distinguir lo conocido de lo extraño, la sensación de angustia es brutal. Entre pedalada y pedalada uno escrutina el paraje, queriendo ver siluetas donde no hay nada. Y entonces imagina qué tuvieron que sentir los soldados, mal pertrechados, con el miedo agarrado a la garganta, mientras cruzaban un terreno tan propicio a la emboscada o a la bala perdida. La muerte tendría que olerse, palparse, temer como inminente.

Sólo cuando te alejas de esos parajes, con la vista ya en el cercano Parque de Atracciones, con sus promesas de moderna y pusilánime diversión, cuando te vuelves a convertir en un urbanita más en bicicleta y dejas de ser un halo en las sombras, comprendes lo que significa haber tenido suerte, haber nacido en época de paz, sin el temor a que la guerra destroce tu mundo en un solo instante. Que ahora mismo estés lejos de otras guerras que asolan, ahora y siempre, este odioso mundo. Y entonces, sólo entonces, te sientes satisfecho de haber comprendido, aunque sea de una forma torpe y edulcorada, cuánto dolor cupo en esos lares.

Así que brindemos por aquellos que cayeron por un ideal. Magno motivo en esta época donde lo que se valora cabe en el bolsillo del pantalón.

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