Tal día como hoy nace Roy Batty

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El 8 de enero de 2016 es ya una fecha muy especial para todos. No sólo para los aficionados al cine de ciencia ficción, no sólo para los que amamos el cine con mayúsculas, ni siquiera sólo para los que se sientan fascinados por un filme como Blade Runner, sino para todos aquellos que seguimos creyendo en mitos.

Tal día como hoy nace Roy Batty, el replicante por excelencia, el ser artificial, el androide con problemas metafísicos nacido de la mente de Philip K. Dick. Pero el Roy que más conocemos, el personaje inmortalizado por Rutger Hauer en Blade Runner, la película de Ridley Scott no es exactamente como en el libro, es un ser más combativo y atormentado que, tal y como nos pasa a nosotros, los humanos a los que «replica», tiene conciencia de su existencia, de su naturaleza, y sobre todo de su muerte, de ese límite al que todo mortal debe llegar y que le condena a desaparecer. Es un personaje que conmueve más que asusta, una máquina perfecta que siente como nosotros, porque, como cita el lema de la fábrica de donde sale, la Tyrell Corporation, es «más humano que los humanos».

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No sabemos qué habría pasado si la odisea en la que se embarcó Scott para dirigir un largometraje tan complicado, que puso al límite la tecnología de la época y la paciencia de los productores, no hubiese existido. Quizá estaría en la mente de muy pocos, aquellos que hubiesen leído Sueñan los androides con ovejas eléctricas (Do Androids Dream of Electric Sheep), pero el valor del filme, el milagro que se produjo para que podamos disfrutarlo en nuestras pantallas, es precisamente que exista ese personaje, más allá de Deckard, más allá incluso de Harrison Ford, Sean Young, Daryl Hannah, Edward James Olmos, M. Emmet Walsh, William Sanderson o Joanna Cassidy. Lo que nos ha cautivado a todos desde hace ya más de treinta años es esa imagen del ser perfecto, de aquel que «brilla con el doble de intensidad» y que «dura la mitad de tiempo» y que sabe que va a morir, y en el último momento, en el último suspiro de vida, tiene misericordia de su cazador y sólo quiere abandonar este mundo en paz en una de las escenas más bellas y conmovedoras de la historia del cine.

Mucho se ha hablado de Blade Runner. El ejemplo perfecto de «obra de culto», que ha cosechado mayor éxito según se iba alejando la fecha del estreno (hace bien poco volvió a pasarse con gran éxito en las pantallas grandes de medio mundo con una prístina versión remasterizada) y que tantas vueltas hubo de dar hasta lograr el metraje exacto y la trama exacta que quería su director. Un drama que es parte ya de nuestra cultura, y el motivo por el que muchos aún nos sentimos cautivados por su épica y nos hayamos reconocido devotos de la ciencia ficción cinematográfica.

¿Es banal, absurdo, infantil sentirse deudor de un personaje de ficción que ni siquiera es humano? Hasta Hauer ha reconocido que le ha podido su personaje, que es demasiado grande para sentir que simplemente es un papel más en la carrera de un actor. Con Roy todo cambió para hacernos más humanos, más sensibles, más absortos ante un espectáculo, una escena no por repetida menos impactante. Con Roy todos supimos, casi como si nunca lo hubiésemos querido saber, que no sirve de nada atacar naves en llamas más allá de Orión, ni ver Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhäuser, no sirve de nada ser el mejor espécimen de tu especie, ser capaz de levantar un hombre en vilo con una mano herida cuando las fuerzas empiezan a fallarte. No sirve porque todo eso que vivimos, todos esos recuerdos que atesoramos, se perderán sin remedio en el océano del tiempo, como lágrimas en la lluvia. Y eso ya nunca cambiará, ni nada ni nadie podrá evitar que lo sintamos.

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Gracias por ello a Phillip K. Dick, a Ridley Scott, a Harrison Ford y a Rutger Hauer. Y gracias a ti, Roy, por ser el espejo desde donde todos miramos esa paloma que alza el vuelo entre la lluvia con el primer rayo de luz que sobrevuela la ciudad brumosa. Tan gris como este mundo, y tú tan blanca como nuestra esperanza.

La atrocidad vista por Tindersticks

Retratar las monstruosidades de la guerra no es nada nuevo. De hecho, desde la Antigüedad se ha venido haciendo por músicos, pintores, escritores y artistas de toda índole. Las guerras siempre han sido y son una parte sustancial de la historia de la humanidad, y por ende del arte. Sin embargo, prácticamente hasta los albores del siglo XX la guerra desde el punto de vista artístico solía tener un componente épico, heroico o valeroso, pero con el advenimiento de la Gran Guerra la cosa cambió. Matar era más fácil, se hacía «industrialmente», y una generación de hombres y mujeres tuvo que asistir atónita a una escalada de violencia como nunca jamás hubo. Y así fue retratada por los artistas.

Luego vino la Segunda Guerra Mundial, y ya nada fue igual, porque el exterminio también tuvo que ver con la población civil. No es que antes esto no existiera, claro, pues pueblos desaparecidos por hordas armadas los hubo siempre, pero nunca antes se había tratado a la humanidad como objeto a exterminar de manera fría y calculada. Ya no había cuchillos con los que degollar ni daños colaterales, sino cámaras de gas y fría maquinaria de guerra capaz de aniquilar la población de toda una ciudad o de un área determinada. Sobre ello hay mucha escrito, pintado y compuesto. Es especialmente intensa la producción estadounidense, pero también hay emocionantes testimonios de los pueblos más masacrados, como esa famosa 3ª Sinfonía de las lamentaciones de Gorecki (aquí podéis ver un viejo artículo que escribí sobre ella; o un fragmento de Holocaust, A Music Memorial Film from Auschwitz, grabado en las ruinas del propio campo de concentración) o el tremendo documental Shoah de Claude Lanzmann (en este enlace podéis verlo completo y subtitulado al castellano), ambos con el Holocausto en mente.

Pero volvamos a la Gran Guerra, de la que acabamos de «celebrar» su centenario. Es evidente que la atrocidad de la Segunda hizo palidecer el horror de la Primera, más aún en aquellas ocasiones en que ambas se desarrollaron en escenarios cercanos, pero el desgaste para las tropas que supuso la primera resulta siempre insoportable de imaginar. El fenómeno de la trinchera nunca tuvo tan atroz e imponente protagonismo. Sólo en la batalla de Somme murió un millón de personas de los tres millones de combatientes que tomaron parte en ella. Imaginarme la vida en la trinchera, sufriendo frío y calamidades, siendo presa a un tiempo del miedo a la muerte más terrible y al hambre y las enfermedades más espantosas (una buena parte de los combatientes murió de males asociados a la humedad, el frío y la insalubridad). Y todo ello bañado por una impotencia sin igual de verse atrapado en un infierno del que no se podía salir bajo amenaza de acusación de cobardía, lo que a menudo acababa en el peor de los finales, el fusilamiento en un acto de inhumanidad por el que muchas familias aún se empeñan en que los gobiernos, especialmente el británico, pidan perdón sin éxito.

Poner música a esta atrocidad no es fácil, pero nunca imaginé que un grupo al que proceso tanta admiración como mis queridos Tindersticks fuesen capaces de hacerlo. El In Flanders Museum, situado en la localidad belga de Ypres, de donde toma nombre el disco, encargó a los de Nottingham poner música a la visita, de modo que sus piezas fuese el ambiente que siempre está presente en las salas del museo. No es una «banda sonora» al uso, sino una parte más de la exposición que se repite de manera constante. Y es de tal belleza que cuesta describirla, muy en consonancia del antes citado Gorecki. Juzgad por vosotros mismos.

www.tindersticks.co.uk/ypres

Parece mentira que la tristeza sirva también de motor de la melancolía. Muy acorde con este otoño (a pesar de los veranillos presentes).

Mamá, quiero ser poeta maldito

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El lado salvaje de la vida. No hay nada que atraiga más a los patanes. Y a los cínicos. Y a los que quieren ser, pero no pueden, y buscan ser en un mundo circunscrito a otros como ellos más o menos listos, más o menos cuerdos, más o menos mediocres. Porque en ese lado salvaje no hay escuelas, ni pruebas, ni exámenes, ni sacrificio baldío. Sólo basta encomendarse al dios Bukowski y mencionar varias veces polla en tus escritos. Castigar tu hígado y la tranquilidad de los vecinos cagándote en la sociedad podrida que habita justo encima de ese garito.

Es sempiterno. Todos juegan al mismo juego cuando se es demasiado joven para comprender demasiadas cosas. Pero, ¡ay, amigo, cuando se pasan los treinta, o peor aún los cuarenta! Y llegar a los cincuenta presa de ese mal es cuanto más patético cuanto más se crea en ello. Querido Charles, quemaré votivos cigarros de liar en tu nombre; seduciré a hembras seducibles, aparentado ser amante fogoso ante mujeres impresionables; inventaré historias de amores en cada puerto, en cada calle, en cada portal, amaneceré tosiendo en cama ajena y luego defecaré, literal y artificiosamente, versos en los que loaré mi propia «vida bohemia», riéndome de los que pagan facturas y piensan que el mundo es un lugar seguro y cómodo donde temer al futuro, mientras agarro esa botella que hace tiempo que ya no sabe a nada porque, sé sincero contigo mismo, hay un día en que no comprendes cómo llegaste hasta aquí. Y reinventaré un estilo de vida miles de veces creado, donde mi reino nocturno será de aquel tan guay como yo que sepa cerrar garitos y pavonearse ante los aprendices de malditismo, donde poder seducir a jóvenes que siguen creyendo que los malotes follan mejor, que llegar a viejo es de cobardes, y que si tengo la mala suerte de hacerlo, seguiré aparentando ser el más malo, el peor, como el terco y torpe Sabina, mientras ya no me tragaré el humo de los cigarros y comeré verdura para llegar más lejos, ahora que ya, nunca, podré ser un joven y bonito cadáver.

Y si fuera mujer tendría que ser joven, porque la madurez está reñida con el malditismo cuando atusas tu falda plisada. Porque hasta en eso existe machismo, y sólo se puede ser malo y mayor si se tienen testículos. Que te lo digan a ti, Charles, rodeado como todos de joveznas. Así que yo, groopie del ripio y lo manido, me emborracharé con el que peor huela para creer que así se hará leyenda mi nombre, y hablaré de mi coño y de tu polla, y pondré la boca así, e insinuaré, y me haré tatuajes con frases de vacua profundidad, pero no mostraré, que mostrar no es de poetas, y yo soy poeta, no me confundas. Y hablaré de orgasmos, aunque no sepa muy bien qué son, y usaré gafas oscuras pero sabré cuidarme, porque yo no soy como ellos, mis poetas malditos, yo tengo un futuro mullido en un mundo correctamente burgués, correctamente permisivo con los pecados de juventud, con ese novio maloliente que tu padre ve con recelo, contando los días que quedan para que te canses de él.

Algunos hacen de su incapacidad virtud, y aparecen en un artículo de verano de El País diciendo que sus libros son «como los de Cortázar, pero con sexo», porque saben a qué árbol arrimarse para su efímera gloria. Porque no importa la calidad, la literareidad contrastada, sino la polla, el coño, el gargajo más lejano, la axila más pestilente, el olor acre a impostura, la ropa negra porque es la marca de los malditos, la voz fuerte, la presencia dominante de triste macho beta con ínfulas de alfa. Porque tú nada sabes de Cortázar y el sexo, pero poner ese nombre en tu boca suena inteligente, suena sacrílego. Porque tú te meas en lo sacro, claro, te meas en Cortázar, y en Cervantes, y en Calderón, y en Machado, y en Alonso, y en Hierro, pero sobre todo en Borges, hay que cagarse en Borges.

Hay ancianos sabios con una actitud punk en su senectud que se desayunan cinco o seis de éstos cada día. Que saben que la apariencia esconde incapacidad, que la lucha está en otro sitio, que mirársela y contarlo es tan fútil como comer plátanos en un árbol, que las jovencitas a las que impresionan y que le pagan su vida bohemia no son capaces de reconocer la verdadera poesía aunque esté delante de ellas y le golpee con el puño cerrado en la cara.

Fue siempre así en el lado salvaje. Los pocos genios que lo poblaron (qué lejos quedó el mundo antes de La montaña mágica, Verlaine y Rimbaud, Artaud y Mallarmé, la Belle Epoque, el París de entreguerras, la Bohemia en mayúscula de Sawa, la edad dorada del rock y los días de vino y rosas de los Panero) conocen qué precio se ha de pagar, y los sabios que la rozan con la punta de los dedos (la tradición es milenaria, los malditos de verdad han existido siempre, y han pasado hambre, y sed, y calamidades, y tienen como santo bebedor al gran Max Estrella) la saludan con nostalgia porque saben que es el reino de los impostores, de los mediocres, de los que eligen el modo fácil. De los que no.

El arte de la computación


Jóhann Jóhannson publicó su IBM 1401, A User’s Manual en 2006, así que no cuento nada nuevo. Sin embargo, en estos días de estupor no viene mal rescatar aquello que, en palabras del ya icónico Jep Gambardella, sirva para encontrar «la gran belleza». De hecho, quería haber publicado un post sobre una película que ha marcado a fuego un antes y un después en mi lista de favoritas, pero he preferido ser fiel a dos promesas que desde el mismo momento en que la terminé de ver se convirtieron ya en principios: conseguir alguna vez pasear como pasea Toni Servillo (que me queden los trajes como a él es más difícil) y consagrarme a la búsqueda de esa grande bellezza en emocionantes piezas como ésta, interpretada (más que bailada) por una perturbadora Erna Ómarsdóttir.

Ya sabemos que lo demás es tan sólo un truco.

In memoriam: Leopoldo María Panero

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[Foto: J.R. Vega]
«Es tan bella la ruina, tan profunda
sé todos sus colores y es
como una sinfonía la música del acabamiento,
como música que tocan en el más allá«.
 
Se ha muerto el príncipe de los locos, el santo ángel de la nicotina. Leopoldo María, el del psiquiátrico, el alma atormentada encerrada en un corsé familiar y mundano que no casaba con su profundo abismo neurológico. El bebedor de Coca-Cola Light, el justiciero de la antipsiquiatría, el de la mirada perdida que apenas si lograba un garabato ante la boba mirada del fan de turno que pasaba delante de su vista en aquella caseta de la Feria del Libro. Como si la caseta fuera la montaña y el bolígrafo la piedra de un Sísifo mermado por una vejez con prisa que no era justificante de esa tez de muerto, de esa mirada de anciano que tiznaba de vidrio un mirar mucho más que ausente.
 
Descansa en paz, al fin, que como dice Nacho Vegas, «fue bastante ya».

In memoriam: Philip Seymour Hoffman

¿Tienen razón los suicidas? ¿Y aquellos que huyen hacia adelante y juegan en el lado salvaje hasta que pierden la vida tontamente?

En estos tiempos de pérdidas irreparables de enormes nombres de la poesía, el cine y el arte en general por causas naturales (si natural es morir de viejo) o por la insolente enfermedad, cuando hace poco se hacía ya notar la realidad de que el suicidio es la causa mayor de muerte en nuestro país (la excusa de las víctimas del tráfico se volvió inservible cuando perdieron la batalla, pues parece que hemos dejado de ser unos descerebrados al volante, y brindemos por ello), escuece más la noticia de la muerte por yonqui de Philip Seymour Hoffman. Escuece y cabrea.

Quiero pensar que tenía todo el derecho del mundo de desear su muerte de esa forma tan romántica, en ese viaje definitivo en su lecho, diciendo que el que venga detrás que arree, que le importa un carajo qué se haga con su ese cuerpo rotundo con el que jugaba tan bien delante de la pantalla, y sin importarle un ardite la suerte de los seres queridos que deja atrás, incluyendo hijos. La droga puede ser la salida más gentil y más noble del alma atormentada y rebelde, pero no tenemos aún la certeza de que se trate de un suicidio encubierto en blanca heroína discurriendo por la vena y llegando al cerebro y al corazón. Porque si no fuera así, maldito seas, querido Phillip, vaya forma estúpida de dejarnos huérfanos de tu enormidad, de tu arte.

Carpe Diem. Y un cuerno. Nos hemos quedado con cara de imbécil, sin entender por qué no tendremos más dosis de esto:

Así que sí, descansa en paz, que ya nos quedamos aquí nosotros, peripatéticos.

La belleza en 2D

El sueño de cualquier aficionado a la pintura es atravesar el lienzo, como hiciera Alicia con el espejo, y adentrarse en un cuadro como si fuese uno más de los protagonistas. Rino Stefano Tagliaferro (con ese hermoso apellido, similar al catalán Tallaferro, «el que corta el hierro«, alusión a un más que temible caballero, entiendo) lo ha intentado con resultado dispar, pero cuanto menos inquietante.

Quizá quede mucho para lograr hacer del 2D de un lienzo un 3D, pero desde luego se le agradece el intento al bueno de Rino.

Además, nuestro viejo amigo Friedrich es también protagonista. Qué más se puede pedir.