Somos los restos

Es complicado escribir sobre todo esto que estamos viviendo sin resultar cansino, con todo aquello que leemos y vemos en nuestras pantallas. Pero he cometido el bendito error de volver a ver The Leftovers en los ratos libres de una vida entre pañales, cajas de mudanza y un trabajo extenuante.

The Leftovers trata de la devastación emocional de aquellos que sobreviven a una catástrofe planetaria. Las similitudes con la era Covid son inevitables. Sobre todo porque en la realidad de la serie y nuestra realidad lo más pertubador es la sensación de aparente normalidad. Los centros comerciales a los que les está permitido abrir, los bares y restaurantes o las tiendas continúan como si nada, con la única nota exótica de las mascarillas. Incluso en las cadenas de moda los modelos ya las lucen para venderlas.

Nuestra vida transcurre en una distopía, mientras conciudadanos con peor suerte se juegan la vida en las UCI, con personal sanitario exhausto que mira el futuro con nuestra misma sensación de incertidumbre. Nada es sólido, nada es confortador, nada parece real.

Veo rostros felices comentando las cosas de esta vida diaria confusa y pienso en que ahora comprendo bien al Remanente Culpable, esos tarados vestidos de blanco que ejercen como nadie la pasividad agresiva y nos quieren recordar aquellos primeros versos de 37’6 de Tulia Guisado: “Nada debería existir. / Ni la tierra, ni el fuego, / ni el agua. / Mucho menos el aire, / donde respiran los demás / para dañarme».

No sé cómo saldremos de esta. Barrunto que nada serio pasará, sino una vuelta de tuerca más de desigualdad y desdén neoliberal. Luchar contra ellos dicen que es de necios. Ahora que parece terminar la era Trump queremos ver un rayo de luz que sabemos efímero. Cuando era universitario me sentía ansioso por formar parte de un mundo mejor, pero ahora estoy tan decepcionado como siempre han estado los humanos maduros, desencantados y tristes por asistir al demoledor rodillo de la decadencia de la civilización.

La pandemia, además, ha sido devastadora para los sensibles. Arrastramos una nueva capa de melancolía y tristeza. Una nueva pérdida de la inocencia. Una más. Más aún si hemos sido tocados por la enfermedad. El miedo, el pánico más bien, la incertidumbre de los primeros tiempos, cuando llamar en busca de auxilio era una hora de espera para que colgaran la línea si podías respirar. La desconfianza del sano, que se alejaba de ti como un apestado. Los dolores, la fiebre, las secuelas. Las nuevas secuelas tras el paso del tiempo. Y el dolor por las muertes cercanas. Por los amigos graves. Por los que han perdido su trabajo. Por tanto.

El fin del mundo de Leftovers es parecido al nuestro. Un apocalipsis de segunda, como a la espera de un golpe definitivo que no llega. Los protagonistas temen una segunda Partida, o un diluvio, o cualquier otro modo oscuro de desaparecer. Nosotros ya hemos dejado de confiar en el futuro. Ya nunca más estaremos tranquilos pensando en esos días eternos en los que ver a gente pasear perros era sentir la punzada de la envidia.

Ya nunca seremos los mismos. Ya tenemos nuestra guerra. Y como las anteriores, el miedo, la rabia, la pena pueden con la esperanza. Las mentiras opacan la luz. Quiero sentir regocijo, aunque sea consuelo, de que el mundo sigue a pesar de todo. Pero ahora solo pienso en que algo se ha roto en nuestro mundo. Y no creo que seamos capaces de encontrar cómo sanarlo.

Imágenes del Orgullo 2016

En este blog zombi ya no suelo prodigarme, pero me resisto a darlo por finiquitado. La culpa la tiene un proyecto en el que ya saben algunos que llevo mucho tiempo y que ya va quedando menos (muy poco) para dar por concluido. Probablemente pronto tenga que decir algo por aquí, a pesar del heterónimo.

Pero quería ahora hablar de otra cosa. Suelo salir cada año al increíble desfile del Orgullo en las calles de Madrid, cámara en ristre, mezclándome entre la gente, intentado captar el ambiente, los rostros, los detalles. Y una vez más me lo pasé en grande en esta mezcla de fiesta y reivindicación. El año pasado no puse aquí ninguna foto, así que aprovecho para invitaros a ver tanto las imágenes que capté este año como el anterior. Espero que  os gusten.

Bocanadas y un recuerdo

Ando desaparecido en este espacio. Lo sé. Demasiado que hacer, demasiado que atender, demasiado que vivir.

También es verdad que uno de los motivos por los que abrí este espacio (bueno, éste no, el anterior, ya me entendéis) ha dejado de existir, y no era otra que Pitu, mi gata, que me acompañó más de nueve años y que se nos fue casi ya con veinte años, con la misma fuerza con la que entró en aquella pequeña casa de Vallecas donde vivía en aquel lejano 2005.

Estuve mucho tiempo queriendo escribir sobre ella, pero no me salía, era demasiado difícil. Y justo ahora en que estoy pensando en que entre otro animal en mi vida recuerdo este espacio ahora casi abandonado. Y no sé, qué voy a hacer y si voy a decir más cosas. Nadie lo sabe, pero ella está aquí con nosotros, en el recuerdo, ya ancianita, como en estas fotos.

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Quizá porque la muerte ronda otra vez a mi alrededor, como siempre atenta a esos rituales de infortunio que nos la trae en avalanchas, y en los que sólo decimos que nos deje en paz, que ya está bien.

Perdone el lector el abandono. Son tiempos difíciles, y tengo un libro que terminar. Dieciocho capítulos concluidos y once por acabar. Y este pobre blog hecho unos zorros. Así es la vida.

El vacío e internet: adiós a La Coctelera

Ya me conocéis, queridos lectores: soy muy propenso a la melancolía, y sensible a los vacíos que van sembrando de pequeñas o grandes ausencias aquello que desaparece ante nuestros ojos. Soy de los que coleccionan recuerdos de aquel cine de barrio que ya no existe, o de aquel viejo bar tan frecuentado que hace tiempo que fue sustituido por, qué sé yo, una agencia inmobiliaria. La propia Tierra desaparecerá algún día absorbida por el Sol mientras que se está convirtiendo en una gigante roja que irá arrasando con todo a su paso en su largo camino hasta llegar a ser enana blanca. Nada importará entonces, porque nada habrá sobrevivido. Todos volveremos a ser lo que ahora somos y siempre seremos, como diría Sagan: polvo de estrellas.

Lo curioso es cuando se da forma a lo que no existe. Estamos demasiado acostumbrados a esa irreal existencia que puebla internet. Que los soportes donde guardamos nuestros tesoros, incluso aquellos que la falta de uso convirtió en antiguallas, son finitos no es necesario demostrarlo, basta con darse una vuelta por El Rastro madrileño para observar viejas piezas que ahora son basura deseando que alguien les dé nueva vida. Sin embargo, todo el inmenso universo digital que estamos construyendo poco a poco en esa escalada cósmica sin medida, que multiplica casi cada segundo su número en una escala exponencial, es intangible. Necesita de demasiadas realidades creadoras de ilusión: un servidor que no deja de ser un potente ordenador donde cobijar archivos entremezclados con otros miles con un software que lo procese y lo convierta en legible; un complejo proceso de interacción entre servidores de todo el mundo; una red de cableado eléctrico; un router, un ordenador, sus tripas en forma de conectores, zócalos, ranuras para RAM, un chipset y sus circuitos eléctricos; un monitor que procese esa información para encender los puntos y píxeles necesarios que realicen la magia de que todo «eso» aparezca en pantalla; con su correspondiente software específico en forma de navegador que traduzca de forma correcta esa información ante nuestros ansiosos ojos. Y todo ello con una velocidad de vértigo, instantánea para nosotros, que permite que nuestra realidad pueda ser compartida por cualquier persona conectada en cualquier rincón del mundo. Cosas de magia, casi negra, para nuestros abuelos, y casi para nuestros padres si no han entrado en el mundo digital.

Pero todo eso no es nada. Ni siquiera si pretendemos conservarlo de algún modo en nuestro poder. Y no me valen «pinchos» USB ni discos duros de varios teras de capacidad. Aún seguimos necesitando un trasto electrónico que nos lo convierta en imagen o sonido, que nos lo «enseñe», que lo traiga a nuestra realidad. Porque si quisiéramos, por ejemplo, conservarlo en papel, agotaríamos toda la Amazonia si quisiéramos imprimir todo lo que se produce en nuestro día a día cibernético.

Y más aún nuestros favoritos «sitios» de internet. Este blog, que se aloja en WordPress, es también una entelequia, una serie de bytes que ocupan su lugar comprimidos, ordenaditos, con sus ceros y sus unos en una máquina anónima en donde quiera que tenga WordPress sus servidores, sujeto al caprichoso designio de los programadores, que mueven el contenido de acá para allá para acomodarlo adonde ocupe el menor espacio. Esto que lees, querido lector, es nada, y es todo. Esa es la magia a la que asistimos todos los días.

Entonces, ¿cómo es posible sentir nostalgia de algo que no existe? Porque en este mundo irreal también se remeda de alguna forma los fenómenos que ocurren en el mundo real, los nacimientos, las enfermedades y las muertes. Los sitios web dan sus primeras bocanadas de vida en el momento en el que el primer «tiralíneas», probablemente ataviado con una camiseta con mensaje, construye de la nada el entramado necesario para desarrollar un sitio web, después de que los diseñadores y programadores se han puesto de acuerdo (nunca es fácil) en cómo debe ser. También enferman cuando el sistema se viene abajo por cualquier inconveniencia, poniendo en vilo de manera estentórea a un buen puñado de muchachos con camisetas con mensaje que tiene que atender la urgencia en vez de estar jugando a su videojuego favorito. Y, por supuesto, mueren, cuando los señores con corbata deciden que eso ya no se sostiene, que no da dinero y que no se puede mantener ya. Y entonces dan la orden de cerrar el grifo, de apagar el interruptor, de como mucho guardar los datos fosilizados en alguna vieja máquina que ya no se use para la brega del día a día y hacen que desaparezca toda huella de donde antes hubo vida, y hubo sangre, para dejar una pantalla de error donde antes hubo tanto, o las menos de las veces un mensaje de despedida e incluso de agradecimiento. Y nada más.

Siempre pasa lo mismo con los señores con corbata. Todos entendemos que nada es para siempre, pero nos cuesta creer que los números puedan con una realidad irreal por la que tanta y tanta gente pasó durante tanto y tanto tiempo. Siempre se cree que un nuevo esfuerzo, en forma de transformación, de absorción, de giro publicitario o de lo que sea que sea necesario para echar el ansiado salvavidas consiga parar el desastre. Como profesional que he sido del tema, y como tipo sensible que soy, llevo en mi corazón páginas que he seguido con pasión, como soitu.es, que ya nos dejara hace tiempo; o Profes.net, que fue mi razón laboral diaria y la pantalla de millones de usuarios durante todo el tiempo que se mantuvo viva. Ahora sendas páginas congeladas sirven de póstumo homenaje a lo que un día fue. Pero ahora tengo que sumar una más, una con la que me unía mucho más que una hilazón sentimental, un largo periplo de sentimientos a flor de piel: lacoctelera.com.

Una página en blanco y un discretísimo «gracias» en la URL es lo único que queda de todo aquello. Y, por supuesto, ni rastro de aquella polidori.lacoctelera.net, o lacoctelera.com/polidori, que tanto monta. Desaparecido, niente, nada, blanco nuclear, ni un sólo rastro, salvo un liviano archivo txt de apenas siete megas y un archivo de imágenes de unos ciento sesenta megas en jpg.

Entended que sé que eso no es nada, pero creedme que pueda ser todo. El vacío también existe en internet. Cuando una página desaparece, más una página como ésta, con tanto movimiento y tanto y tanto dentro, algo tuyo desaparece. El consuelo de ver todo ese contenido en un archivo con etiquetas html no es tal consuelo. La memoria incluso de los rostros conocidos por esa misma razón, o incluso aquella perrita Maggie que me hizo fijarme y decidirme en dar el paso y crear ese blog activo durante casi nueve años, con más de ciento ochenta mil páginas vistas (ya no podré pasar de doscientas), ochocientas veintiséis entradas y dos mil doscientos noventa y cuatro comentarios, es ya cosa del pasado, como todo en este universo. Como este blog, que algún día desaparecerá. Como todo lo que alcanzamos a ver, que diría san Nacho.

Quizá por ello he realizado un acto de rebeldía y he abierto un nuevo sitio que ha nacido con la vocación de ser un fósil: polidorilacoctelera.wordpress.com, un lugar donde podréis encontrar exactamente los mismos contenidos, los mismos comentarios y las mismas fechas del viejo blog. Salvo las imágenes, que han sido imposibles de recuperar, porque me llevaría demasiado tiempo volver a enlazarlas. Las conservo, claro, por si alguien está interesado, y  me produce un extraño efecto verlas todas juntas, en su ordenado orden alfabético, pero toscamente desordenadas en su real orden cronológico.

Llamadme, espetadme sentimental. Lo asumo, lo comprendo. Pero echo de menos aquel rincón que tanto tiempo adecenté. Por eso, permitidme que ponga estas dos capturas para recordar aquello que fue, y ya no es, porque se perdió como una lágrima bajo la lluvia de ceros y unos que puebla nuestro día a día virtual.

Sea.

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Limosna de genio

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En tiempos difíciles el ingenio se agudiza. Es la tradición más hispana, la picaresca que impregna nuestro tuétano desde tiempos inmemoriales. Tanta mezcolanza de razas y tanto pasarlo mal ha hecho de nosotros unos buscavidas irredentos. No somos los únicos, claro, pero después de atar los perros con longanizas parece que se nota más de la cuenta, y ahora todo el mundo sueña con su lotería particular en forma de libro, o de fotograma, o de instantánea, que acabe de una vez por todas con la mendicidad.

La inclinación a las artes no afecta a un sector amplio de la población. Si quizá el ansia de divertimento, sea esto zafio o refinado. Los que nos inclinamos por el lado sensible de la vida, e incluso por el salvaje, siempre hemos mirado por encima del hombro al neófito, esclavo de las modas y las crestas de las olas. Más aún desconfiamos de las vocaciones tardías. Ser sensible exige un largo caminar, un temprano renacer, una labor diaria de refocilarse en el barro del saber y el arte, subiéndonos en los hombros de los verdaderos genios, y más aún de los verdaderos sabios.

La noche madrileña (y me consta que no es la única) está ahora poblada de joveznos empeñados por encima de todo en conseguir ser geniales. Echan mano de la tradición poética, teatral, actoral, artística en general, sin conocerla, sin haberla mamado, para creerse, a pies juntillas, su condición de señalado por la diosa de turno, sea ésta Talía, Calíope, Urania, Terpsícore, Polimnia, Melpómene, Euterpe, Clío o Erató. Y las más de las veces su seguridad resulta patética. Seres que no han pisado una biblioteca, una fonoteca, se creen divinos en su autoerigida torre de márfil. Y no sólo jóvenes, también ancianos o maduros que descubren de repente que son los descendientes de Neruda o Gabo en la Tierra (no de Juan Ramón, no de Machado, no de Borges, porque eso es más complicado, demasiado complicado).

Uno ya tiene bastante con su propia mediocridad para tener que impregnarse de la de los demás. Se aplaude el intento, la ilusión, pero se desprecia la prepotencia. Yo también sueño con ser escritor, o fotógrafo, y me esfuerzo en ello, pero no tengo, por desgracia, ninguno de estos oficios. Cansado estoy de los actores o poetas que son realmente camareros. No por la dignidad que encierra cualquier oficio, sino por la indignidad de no reconocer el de menos prestigio.

Si el motivo es sentirse bien, conseguir meterse en la cama con quien se desea, extender más allá de la vista el horizonte es admirable, pero creerse genio sin serlo es estúpido. En aquella memorable escena de Luces de bohemia Dorio, interpretado por Ángel de Andrés, se rodeaba de modernistas que se pavonean ante Max Estrella, pero Don Latino, bajo el pellejo del memorable Agustín González, los contenía a la voz de «aquí sólo hablan los genios». Modernos emplumados siempre los hubo, pero genios, lo que se dice genios, no los busquéis en el panorama actual, ni en los círculos influyentes ni en el más puro underground.

Aunque haberlos los hay, camuflados convenientemente de humilde, como siempre ha sido.

Toda una vida en el trastero

Nuestra existencia en la Tierra es un continuo acumular cosas. El hombre tiene una habilidad pasmosa para identificarse con los objetos que le han rodeado, y a mí siempre me ha obsesionado esa herencia de cachivaches que a menudo es quebradero de cabeza para los deudos cuando el tiempo expira y motivo para frotarse las manos de los chamarileros de El Rastro. El valor de las cosas es un simple acuerdo entre dos humanos, pero cuando alguien falta el valor sentimental se dispara tanto como la nostalgia lo permite. 
 
No hay nada como que un portero cómplice te permita pasar a una casa que acaba de ser abandonada por una noble rusa, como una vez me ocurrió hace ya muchos años. Lo primero que te invade es el olor a casa de viejo, algo tan particular como entrañable. Después, al abrir un armario medio desvencijado o una cómoda maltrecha, piensas en las miles de veces que fuera abierta en vida de su dueño, las mañanas, tardes y noches que ese mueble de madera usada habría mostrado sus secretos. Aún conservo un billete de avión de los años treinta, cumplimentado en primorosa caligrafía de la época, de un viaje a Mallorca de una época en la que viajar por el aire era sinónimo de verdadero estatus.
 
Hace unos días uno de esos grandísimos amigos que se hacen más y más grandes según avanzan los años, me invitó a entrar en un santa santorum muy particular. Su padre, una de esas figuras que el paso del tiempo ha engrandecido como merece, era un hombre a carta cabal, un caballero de enjuta figura, de exquisito gusto y cierto aire distante que, intuyo, contendría las justas gotas de misantropía que un hombre cultivado debe tener. Un señor, pues, de los pies a la cabeza que había sido actor y que admiraba hasta límites extremos a Frank Sinatra. Si queréis imaginar su porte, pensad en ese Henry Fonda de En el estanque dorado, a la vez sarcástico, a la vez tierno, a la vez serio, a la vez cómico.
 
En mi adolescencia pasé muchas horas observando anonadado su delgada presencia mientras nos enseñaba cómo debe escucharse a una big band. Sé que buena parte de mi pasión por la música viene de su mano subiendo y bajando en el aire mientras aquel trompetista hacía de las suyas, de las muecas que hacía anunciándonos la entrada de las trompetas, o alguna virguería hecha por el saxo. Así que cuando mi amigo quiso prestarme algunas de las piezas de su impresionante colección de discos, celosamente guardada en un trastero, pensé que iba a desmayarme. Entrar en ese cuarto ciego, repleto de estanterías metálicas con cajas y cajas, todas con elocuentes letreros de «discos», o «claquetas», o «singles», fue como entrar dentro de la Kaaba de La Meca. Y al abrir las cajas cientos de vinilos del mejor jazz y de las mejores casas discográficas que pudieran conocerse nos saludaban en sus fundas.
 
Duke Ellington, Johnny Hodges, Lester Young, Harry «Sweets» Edison, Ben Webster o Billie Holiday, de quién precisamente me prestara en su momento un doble de su última época, con la voz ya quebrada, y que puse en aquel viejo plato con vértigo, temblándome las manos al sacarlo de la funda. No en vano me aseguró que era la única persona a la que le había dejado un disco. Y sé que exageraba, pero encontrarme de nuevo con ese vinilo y tenerlo en mis manos, con su etiqueta de la mítica tienda Jazz Collectors de Barcelona, fue como hacer un pastel con todas las magdalenas que comiera Proust.
 
Un hombre como él sabemos que se sentiría incómodo de saber que toda su vida está encerrada en un trastero, pero también se sentiría orgulloso de saber que su memoria está tan bien custodiada, y no perdida en manos de una familia ingrata o ignorante. Acceder a sus tesoros, darles vida de nuevo, es una emoción que cada día me reservo cuando llego a casa y dejo caer la aguja por esa negra superficie que llena el aire de sonidos tan hermosos como los que él escuchara en vida. Y abro una botella de vino y brindo en su memoria.

11-M: diez años

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Después de diez años el 11-M sigue presente en mis sentidos. En el tacto con el que sentí la vibración en la pared de mi cuarto de baño de Vallecas, exactamente a las 07:41 horas de la mañana del 11 de marzo de 2004, justo en el preciso instante en que pensé que si eso era lo que parecía que era había sido muy, muy grande, muy salvaje. Después, cuando recogí a mis compañeras de trabajo en la puerta para coger el coche, todo era demasiado confuso, más cuando una de nuestras compañeras, que bajaba de Lavapiés todos los días para unirse a nosotros, nos dijo que nos fuéramos sin ella, porque tenía que quedarse atendiendo a un chico que estaba ensangrentado y desorientado en la explanada de la estación de Atocha, uno más de aquel dantesco desfile de muertos vivientes que atravesaban la plaza aturdidos por lo que acababan de vivir. Y aún no plenamente conscientes de lo que suponía haber vuelto a nacer.

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El oído fue el castigado durante todo el resto del día, escuchando las noticias de la radio, de la tele, las dolorosas declaraciones de los políticos, creando confusión en un pueblo como el de Madrid, acostumbrado a sufrir es sus carnes los zarpazos del terrorismo. Pero el dolor crecía según crecía la cifra oficial de muertos y se iban conociendo los detalles. En esas horas que tan lentas transcurrieron sabíamos que estábamos, por desgracia para nosotros, viviendo un momento atrozmente inolvidable. Y nuestros oídos sangraban por ello.

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El gusto salado de las lágrimas fue nuestro amargo trago en las puertas de los trabajos, cuando compañeros de otras empresas se unían a nosotros en la calle en unos minutos de silencio no por anónimos menos terribles. Aún no podíamos creer que algo así fuese concebible, menos aún posible. Llorábamos hasta el hipo, mirándonos de acera en acera, absortos y con el ánimo de salir corriendo a abrazar a aquellos que nos miraban con ojos tan cansados como los nuestros. Pero el decoro nos podía, y ordenadamente, porque en el orden encontrábamos consuelo, subíamos de nuevo a nuestras oficinas a seguir con esa tarea que, en eso momento más que nunca, nos parecía trivial.

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El olor de las miles de velas que inundaban la entrada a la estación y el vestíbulo de Atocha impregnaban el aire de una atmósfera dulzona. Cuando me acerqué, solo, varios días después, a aquel santuario improvisado en que se había convertido la entrada de cercanías ideada por el equipo de Moneo me quedé fascinado, pero más aún cuando descendí al vestíbulo y noté en mi cara el calor que desprendían ese manto bermejo de velas que tenía ante mí, hasta el punto de que me costaba sostener la cámara con la que saqué algunas fotos. Porque decidí que ésa era mi misión, fotografiar para la posteridad aquello que tenía delante de mis ojos. No importaba la calidad de las tomas, sino el hecho de estar ahí, de servir para que eso se recordara por siempre jamás. Recuerdo que me costó mucho hacer el gesto de sacar la máquina de su bolsa y mirar por el objetivo. Parecía irrespetuoso, pero ahora me alegro, de las que hice en Atocha y en Téllez, y que podéis ver ilustrando este post y en mi cuenta de Flickr.

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Y la vista guardó para el recuerdo el clamor ingente de aquel día en el que Madrid lloraba con nosotros. Cientos de miles de personas, quizá millones, llorando debajo de los paraguas, como si el cielo nos acompañara con sus lágrimas. Literalmente la multitud se perdía en el horizonte. Y yo pensaba en qué se les pasaría a los autores por la mente cuando vieran ese gentío clamando justicia. Fue emocionante y desgarrador. Fue un momento taladrado ya en nuestras retinas para siempre.

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Diez años no son nada, y son un mundo. Aquel día la España del siglo XXI perdió la inocencia, como poco tiempo atrás la perdiera Estados Unidos, y todavía hoy siente un vacío cuando echa la vista atrás. Y no se perdona la infamia que aún sobrevuela a su alrededor, tanto tiempo después. Ciento noventa y cuatro muertos (no nos queremos olvidar del GEO asesinado en Leganés, ni del bebé de nueve meses que falleció antes de venir a este mundo, ni de la esposa del comisario de Vallecas que acabó suicidándose) y miles de heridos más tarde, diez años más tarde, son un peso demasiado pesado.

No os olvidamos. Nunca podremos.