Toda una vida en el trastero

Nuestra existencia en la Tierra es un continuo acumular cosas. El hombre tiene una habilidad pasmosa para identificarse con los objetos que le han rodeado, y a mí siempre me ha obsesionado esa herencia de cachivaches que a menudo es quebradero de cabeza para los deudos cuando el tiempo expira y motivo para frotarse las manos de los chamarileros de El Rastro. El valor de las cosas es un simple acuerdo entre dos humanos, pero cuando alguien falta el valor sentimental se dispara tanto como la nostalgia lo permite. 
 
No hay nada como que un portero cómplice te permita pasar a una casa que acaba de ser abandonada por una noble rusa, como una vez me ocurrió hace ya muchos años. Lo primero que te invade es el olor a casa de viejo, algo tan particular como entrañable. Después, al abrir un armario medio desvencijado o una cómoda maltrecha, piensas en las miles de veces que fuera abierta en vida de su dueño, las mañanas, tardes y noches que ese mueble de madera usada habría mostrado sus secretos. Aún conservo un billete de avión de los años treinta, cumplimentado en primorosa caligrafía de la época, de un viaje a Mallorca de una época en la que viajar por el aire era sinónimo de verdadero estatus.
 
Hace unos días uno de esos grandísimos amigos que se hacen más y más grandes según avanzan los años, me invitó a entrar en un santa santorum muy particular. Su padre, una de esas figuras que el paso del tiempo ha engrandecido como merece, era un hombre a carta cabal, un caballero de enjuta figura, de exquisito gusto y cierto aire distante que, intuyo, contendría las justas gotas de misantropía que un hombre cultivado debe tener. Un señor, pues, de los pies a la cabeza que había sido actor y que admiraba hasta límites extremos a Frank Sinatra. Si queréis imaginar su porte, pensad en ese Henry Fonda de En el estanque dorado, a la vez sarcástico, a la vez tierno, a la vez serio, a la vez cómico.
 
En mi adolescencia pasé muchas horas observando anonadado su delgada presencia mientras nos enseñaba cómo debe escucharse a una big band. Sé que buena parte de mi pasión por la música viene de su mano subiendo y bajando en el aire mientras aquel trompetista hacía de las suyas, de las muecas que hacía anunciándonos la entrada de las trompetas, o alguna virguería hecha por el saxo. Así que cuando mi amigo quiso prestarme algunas de las piezas de su impresionante colección de discos, celosamente guardada en un trastero, pensé que iba a desmayarme. Entrar en ese cuarto ciego, repleto de estanterías metálicas con cajas y cajas, todas con elocuentes letreros de «discos», o «claquetas», o «singles», fue como entrar dentro de la Kaaba de La Meca. Y al abrir las cajas cientos de vinilos del mejor jazz y de las mejores casas discográficas que pudieran conocerse nos saludaban en sus fundas.
 
Duke Ellington, Johnny Hodges, Lester Young, Harry «Sweets» Edison, Ben Webster o Billie Holiday, de quién precisamente me prestara en su momento un doble de su última época, con la voz ya quebrada, y que puse en aquel viejo plato con vértigo, temblándome las manos al sacarlo de la funda. No en vano me aseguró que era la única persona a la que le había dejado un disco. Y sé que exageraba, pero encontrarme de nuevo con ese vinilo y tenerlo en mis manos, con su etiqueta de la mítica tienda Jazz Collectors de Barcelona, fue como hacer un pastel con todas las magdalenas que comiera Proust.
 
Un hombre como él sabemos que se sentiría incómodo de saber que toda su vida está encerrada en un trastero, pero también se sentiría orgulloso de saber que su memoria está tan bien custodiada, y no perdida en manos de una familia ingrata o ignorante. Acceder a sus tesoros, darles vida de nuevo, es una emoción que cada día me reservo cuando llego a casa y dejo caer la aguja por esa negra superficie que llena el aire de sonidos tan hermosos como los que él escuchara en vida. Y abro una botella de vino y brindo en su memoria.

Un pensamiento en “Toda una vida en el trastero

  1. No sé si eras el primero, pero es cierto que no recuerdo ver a mi padre dejarle un disco a nadie. Yo tardé muchos años en ganarme el derecho a utilizar el tocadiscos, tuve que demostrarle que mi pasión era heredada y real, y no una moda pasajera. Todavía recuerdo las tardes, después del colegio, en las que esperaba que llegase de trabajar y nos pusiésemos a escuchar música. Sí, «sentarse a escuchar música», algo que a mucha gente le resulta extraño (a ti sé que no), pero que a mi me dio muchas satisfacciones en mi infancia y juventud, sobre todo en una época especialmente difícil.
    Gracias por tus palabras, es una pena haberme podido traer a casa solo una parte de aquel tesoro. Por otro lado, me encanta que alguien que lo aprecia en lo que vale pueda disfrutarlo.

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