Hay un abismo entre los rostros que me miran desafiantes desde las portadas de las revistas de tendencias. No hace falta que os desplacéis al quiosco más próximo, basta con entrar en Issuu.com y dejarse arrastrar por el espectáculo de luz y de color.
Que somos imagen hace ya demasiadas décadas que es una verdad universal. Sin embargo, ahora que los principios van cayendo como agua de una eterna cascada, esos rostros me producen ternura. Ser un ser humano de éxito hoy día ha dejado de significar lo que antes tuviera que significar. Nosotros, ciudadanos de a pie, parecemos veteranos de la Guerra de Vietnam que curtimos cada día nuestra coraza de escepticismo y sarcasmo, mientras leemos la prensa diaria con una mueca de repudio y displicencia.
Todavía puede leerse en la portada de El País el especial que se ha hecho sobre José María Aznar, que mira más desafiante que ninguno, con esa pátina de self-hero que con tanto mimo han pulido tanto sus defensores (que los hay, y que le añoran) como su propia mismidad distante y prepotente. No quiero centrar la mirada ahora en ese prohombre, que mira rígido, con esas huellas que imprime la vigorexia en los rostros poco agraciados, sobre todo en aquellos que, sobrepasada con creces la cincuentena, no son capaces de reconocer que el tiempo ha pasado, y que ya deben resignarse a ver El ocaso de los dioses con serenidad.
Acabo de cumplir cuarenta y cinco años, y me siento bien. Pero me mata la manida fugacidad del tiempo. Todos querríamos ser eternos en esta edad, en la que aún somos jóvenes (más en estos tiempos) para muchas cosas y maduros para otras tantas. Pero el espejo me devuelve una mirada extraña. Soy yo sin serlo. Quizá sea mejor de lo que imaginé, máxime sabiendo que la naturaleza premia la madurez del hombre, y castiga sin piedad la de la mujer. Estamos programados para vivir muchos menos años de los que vivimos y, como se suele decir, a partir de los cuarenta sólo nos dedicamos a sobrevivir, más aún aquellos a los que se les niega la descendencia.
Así que miro esos rostros de hombre maduros, sentados displicentemente y con el desafío prendado en los ojos y me digo a mí mismo que son tiempos extraños estos, en los que las caras se esculpen y se labran como antes se labraba la tierra, para que dé un buen fruto durante la cosecha.
Parafraseando a Ubertino da Casale, ¡qué tiempos nos ha tocado vivir!