En tiempos difíciles el ingenio se agudiza. Es la tradición más hispana, la picaresca que impregna nuestro tuétano desde tiempos inmemoriales. Tanta mezcolanza de razas y tanto pasarlo mal ha hecho de nosotros unos buscavidas irredentos. No somos los únicos, claro, pero después de atar los perros con longanizas parece que se nota más de la cuenta, y ahora todo el mundo sueña con su lotería particular en forma de libro, o de fotograma, o de instantánea, que acabe de una vez por todas con la mendicidad.
La inclinación a las artes no afecta a un sector amplio de la población. Si quizá el ansia de divertimento, sea esto zafio o refinado. Los que nos inclinamos por el lado sensible de la vida, e incluso por el salvaje, siempre hemos mirado por encima del hombro al neófito, esclavo de las modas y las crestas de las olas. Más aún desconfiamos de las vocaciones tardías. Ser sensible exige un largo caminar, un temprano renacer, una labor diaria de refocilarse en el barro del saber y el arte, subiéndonos en los hombros de los verdaderos genios, y más aún de los verdaderos sabios.
La noche madrileña (y me consta que no es la única) está ahora poblada de joveznos empeñados por encima de todo en conseguir ser geniales. Echan mano de la tradición poética, teatral, actoral, artística en general, sin conocerla, sin haberla mamado, para creerse, a pies juntillas, su condición de señalado por la diosa de turno, sea ésta Talía, Calíope, Urania, Terpsícore, Polimnia, Melpómene, Euterpe, Clío o Erató. Y las más de las veces su seguridad resulta patética. Seres que no han pisado una biblioteca, una fonoteca, se creen divinos en su autoerigida torre de márfil. Y no sólo jóvenes, también ancianos o maduros que descubren de repente que son los descendientes de Neruda o Gabo en la Tierra (no de Juan Ramón, no de Machado, no de Borges, porque eso es más complicado, demasiado complicado).
Uno ya tiene bastante con su propia mediocridad para tener que impregnarse de la de los demás. Se aplaude el intento, la ilusión, pero se desprecia la prepotencia. Yo también sueño con ser escritor, o fotógrafo, y me esfuerzo en ello, pero no tengo, por desgracia, ninguno de estos oficios. Cansado estoy de los actores o poetas que son realmente camareros. No por la dignidad que encierra cualquier oficio, sino por la indignidad de no reconocer el de menos prestigio.
Si el motivo es sentirse bien, conseguir meterse en la cama con quien se desea, extender más allá de la vista el horizonte es admirable, pero creerse genio sin serlo es estúpido. En aquella memorable escena de Luces de bohemia Dorio, interpretado por Ángel de Andrés, se rodeaba de modernistas que se pavonean ante Max Estrella, pero Don Latino, bajo el pellejo del memorable Agustín González, los contenía a la voz de «aquí sólo hablan los genios». Modernos emplumados siempre los hubo, pero genios, lo que se dice genios, no los busquéis en el panorama actual, ni en los círculos influyentes ni en el más puro underground.
Aunque haberlos los hay, camuflados convenientemente de humilde, como siempre ha sido.