11-M: diez años

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Después de diez años el 11-M sigue presente en mis sentidos. En el tacto con el que sentí la vibración en la pared de mi cuarto de baño de Vallecas, exactamente a las 07:41 horas de la mañana del 11 de marzo de 2004, justo en el preciso instante en que pensé que si eso era lo que parecía que era había sido muy, muy grande, muy salvaje. Después, cuando recogí a mis compañeras de trabajo en la puerta para coger el coche, todo era demasiado confuso, más cuando una de nuestras compañeras, que bajaba de Lavapiés todos los días para unirse a nosotros, nos dijo que nos fuéramos sin ella, porque tenía que quedarse atendiendo a un chico que estaba ensangrentado y desorientado en la explanada de la estación de Atocha, uno más de aquel dantesco desfile de muertos vivientes que atravesaban la plaza aturdidos por lo que acababan de vivir. Y aún no plenamente conscientes de lo que suponía haber vuelto a nacer.

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El oído fue el castigado durante todo el resto del día, escuchando las noticias de la radio, de la tele, las dolorosas declaraciones de los políticos, creando confusión en un pueblo como el de Madrid, acostumbrado a sufrir es sus carnes los zarpazos del terrorismo. Pero el dolor crecía según crecía la cifra oficial de muertos y se iban conociendo los detalles. En esas horas que tan lentas transcurrieron sabíamos que estábamos, por desgracia para nosotros, viviendo un momento atrozmente inolvidable. Y nuestros oídos sangraban por ello.

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El gusto salado de las lágrimas fue nuestro amargo trago en las puertas de los trabajos, cuando compañeros de otras empresas se unían a nosotros en la calle en unos minutos de silencio no por anónimos menos terribles. Aún no podíamos creer que algo así fuese concebible, menos aún posible. Llorábamos hasta el hipo, mirándonos de acera en acera, absortos y con el ánimo de salir corriendo a abrazar a aquellos que nos miraban con ojos tan cansados como los nuestros. Pero el decoro nos podía, y ordenadamente, porque en el orden encontrábamos consuelo, subíamos de nuevo a nuestras oficinas a seguir con esa tarea que, en eso momento más que nunca, nos parecía trivial.

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El olor de las miles de velas que inundaban la entrada a la estación y el vestíbulo de Atocha impregnaban el aire de una atmósfera dulzona. Cuando me acerqué, solo, varios días después, a aquel santuario improvisado en que se había convertido la entrada de cercanías ideada por el equipo de Moneo me quedé fascinado, pero más aún cuando descendí al vestíbulo y noté en mi cara el calor que desprendían ese manto bermejo de velas que tenía ante mí, hasta el punto de que me costaba sostener la cámara con la que saqué algunas fotos. Porque decidí que ésa era mi misión, fotografiar para la posteridad aquello que tenía delante de mis ojos. No importaba la calidad de las tomas, sino el hecho de estar ahí, de servir para que eso se recordara por siempre jamás. Recuerdo que me costó mucho hacer el gesto de sacar la máquina de su bolsa y mirar por el objetivo. Parecía irrespetuoso, pero ahora me alegro, de las que hice en Atocha y en Téllez, y que podéis ver ilustrando este post y en mi cuenta de Flickr.

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Y la vista guardó para el recuerdo el clamor ingente de aquel día en el que Madrid lloraba con nosotros. Cientos de miles de personas, quizá millones, llorando debajo de los paraguas, como si el cielo nos acompañara con sus lágrimas. Literalmente la multitud se perdía en el horizonte. Y yo pensaba en qué se les pasaría a los autores por la mente cuando vieran ese gentío clamando justicia. Fue emocionante y desgarrador. Fue un momento taladrado ya en nuestras retinas para siempre.

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Diez años no son nada, y son un mundo. Aquel día la España del siglo XXI perdió la inocencia, como poco tiempo atrás la perdiera Estados Unidos, y todavía hoy siente un vacío cuando echa la vista atrás. Y no se perdona la infamia que aún sobrevuela a su alrededor, tanto tiempo después. Ciento noventa y cuatro muertos (no nos queremos olvidar del GEO asesinado en Leganés, ni del bebé de nueve meses que falleció antes de venir a este mundo, ni de la esposa del comisario de Vallecas que acabó suicidándose) y miles de heridos más tarde, diez años más tarde, son un peso demasiado pesado.

No os olvidamos. Nunca podremos.

2 pensamientos en “11-M: diez años

  1. Yo trabajaba como reportero de informativos en una televisión local. Becado por el Gobierno Vasco, ganaba unos 360 euros por una media jornada que solía alargarse hasta las 6 ó 7 horas. Odiaba aquel trabajo. No pasaba por mi mejor momento personal y esperaba que me otorgaran la beca en otro medio de comunicación o, a ser posible, en una agencia de publicidad, que para eso había estudiado. Pero gusté en la entrevista y ahí acabé, rebuscando testimonios de los vecinos de un inmigrante que había arrojado a su mujer desde un quinto piso, o enchufando la alcachofa a petimetres que hacían de político.

    Aquel día llamé a la redacción preguntando como un gilipuertas si la parrilla se iba a modificar, si se iba a hacer algo a nivel nacional, en definitiva, si se iba a trabajar. Como no, hoy más que nunca, por supuesto que sí. The show must go on. En la oficina casi nadie se miraba a los ojos, creo que todo el mundo fingía estar ocupadísimo, a ritmo frenético. Hasta que dijeron mi nombre. «Oye, te coges un cámara y a la calle». No recuerdo que hablásemos de camino a Bilbao, aunque puede que no callásemos por el nerviosismo. Es uno de esos detalles que la memoria ha borrado. Una vez allí nos colocamos a la salida de una boca de metro y la gente se empezó a parar. Por primera vez no era necesario abordarles o acercarse a ellos. Ni siquiera tenía que hacer la pregunta. Todo el mundo sabía de qué iba la cosa. Siempre me había incomodado esa faceta de mi trabajo, en la que se me instaba a ser agresivo. No iba con mi carácter. Yo era de los que ponía cara de pánfilo y tenía un por favor siempre en los labios, lo cual hacía que más de un compañero se descojonara de la risa.

    Con más de una decena de entrevistas, recogimos los bártulos y nos dirigimos al coche. En la misma calle se paró una furgoneta y de ella salió una voz familiar. Era un amigo, una persona a la que durante años me sentí muy cercano pero sobre la que empezaba quebrantarse la empatía. Saludos, preguntas típicas: «¿qué haces aquí?», hasta que el tema obvio, que nos estaba quemando las entrañas irrumpió de la manera que menos esperaba. No tuvo ni una sola palabra para el atentado, ni una sola palabra para los fallecidos, su única preocupación era las consecuencias políticas que todo aquello iba a tener para nosotros, los vascos. Nos van a triturar, la vida va a ser imposible aquí… Las mentiras del gabinete de Aznar ya se habían extendido por las mentes de aquellos que siempre malinterpretan el patriotismo nacionalista, quizás porque la única manera de hacer frente a este concepto es malinterpretarlo. Yo me quedé sin capacidad de reacción, mudo, pensando que había casi 200 muertos y a alguien que conocía de casi toda la vida le importaban un pimiento. Entonces se erigió entre nosotros un muro 100 veces mayor que el de Juego de tronos que ya jamás se derritió. Su pareja estrenaba puesto de trabajo aquel día. Tampoco me dijo nada acerca de aquello, lo descubrí más tarde.

    De vuelta en la redacción los compañeros ya se sacudían el aturdimiento inicial y muchos comenzaron a intercambiar opiniones. La teoría ETA mostraba agujeros imposibles de disimular lo que provocó comentarios de alguien de la sección de deportes: «No me creo que dos chavales de Zarauz sean capaces de algo así…» Vaya, ahora los terroristas vascos eran chavales, incapaces de matar a 200 en una sola mañana pero si de acabar con la vida de más de 800 a lo largo de los años. Es que los de barba no son de los nuestros. Esos llevan turbante y los nuestros palestinos. Yo no entendía nada. Nunca en mi vida me sentí más confuso.

    El día de la manifestación, a tan solo 24 horas de la votación para las elecciones generales, me enviaron a Bilbao con dos cámaras. Un muchacho que estudiaba bellas artes y que posteriormente abandonó su beca debía recoger las primeras imágenes y volver lo antes posible a la redacción, mientras que el cámara más experimentado me acompañaría hasta el final. Salimos a la altura del Sagrado Corazón y nos separamos. «Quedamos en Plaza de España, ¿ok?» Yo llevaba una mochila repleta de baterías que pesaba casi tanto como el ánimo que nos envolvía como una manta vieja cuyo olor no te puedes quitar de encima. La Gran Vía ya estaba repleta de gente, no se veía ni un centímetro de baldosa y yo debía cruzarla entera. Avergonzado porque era consciente de que molestaba más que otra cosa comencé a adelantar a la gente como buenamente pude, hasta que alcancé una bocacalle por la que seguir la manifestación paralelamente. Cuando llegué a la plaza no pude contactar con mi compañero, los inhibidores funcionaban a pleno rendimiento y un teléfono móvil allí era completamente inútil. No recuerdo ni cómo nos encontramos, supongo que fue una simple casualidad. Completamente confusos nos colocamos delante de las personalidades que encabezaban el medio millón de personas, las que siempre agarran bien la pancarta, y sin necesidad de decir nada alguien de los gabinetes de prensa se nos acercó. «¿De qué medio sois? ¿Quereis declaraciones?» Yo tenía los hombros temblando por el peso de las baterías y mi compañero intentaba preparar la cámara lo más rápido posible cuando el tipo del gabinete hizo un gesto y aquel océano de hombres y mujeres se paró casi en seco. Me quedé unos segundos congelado contemplando los rostros con una sensación que no olvidaré mientras viva, como si me amparara el poder de controlar la voluntad y otros mil y un sentimientos que me iban a reventar el corazón. Absurdo, lo se. Ese lapso se quebró con el sonido del foco de mi compañero, que se estampó contra el suelo. Yo, hecho un manojo de nervios recogí las declaraciones de Carlos Iturgaiz, con el gesto completamente desencajado y de Patxi Lopez, algo más sereno y nos dirigimos a la televisión.

    Recuerdo que me abroncaron por no tener ninguna declaración de los representantes del PNV, algo en lo que ni siquiera había caido. Todo había sucedido casi en contra de mi voluntad. Era consciente de que yo estaba ahí para realizar un trabajo, lo mejor que pudiera, y sin embargo no había dado ninguna orden a mi cerebro, no había sido yo el que había accionado los mecanismos musculares. Yo no había hecho nada. Mi cuerpo funcionaba, mi mente no. No sabía por qué las últimas 48 horas habían sucedido ni cómo.

    Ya no recuerdo cómo fueron mis últimas semanas en la televisión. Se que me entregaron un certificado que me hizo recordar las palabras de la becaria a la que sustituí: «Esto es todo lo que sacarás de ellos». De mi estancia allí saqué mucho más. Demasiado.

    Hoy en día tengo una hija con la mujer que fue pareja de aquel amigo que me encontré. Suena a culebrón pero no lo es. Con la mujer que estrenó puesto de trabajo aquel día. Lo que le cambió la vida. Así como la mía. La niña se llama Haizea: viento. Mi pequeño viento del norte. Espero que sea libre y pueda estar en todas partes, como su nombre. Y enseñarla a amar la tierra de sus padres, que no tiene más fronteras que las que cada uno pone en su mente. Y con suerte, que no vea lo que yo vi.

    Un fuerte abrazo.

    Flanagan

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