El martillo pilón

La reproducción es sangre. Huele a sangre. Sabe a sangre.

Creced y multiplicaos. Hasta el más imbécil, el menos humano sabe hacerlo. Décadas de liberación sexual de nada sirven ante la llamada de la selva. Hasta el más desaprensivo, el más torpe lo logra. Nada importa la satisfacción sexual, el goce mutuo, el retardar el orgasmo, la simultaneidad. Lo importante es que ese líquido viscoso y blanquecino se ubique adecuadamente y cumpla su función reproductora de millones de peones flagelados que buscan con ahínco el óvulo al grito de sólo puede quedar uno. Y ya está. La espera, la ilusión, el vértigo, la alegría, el deber cumplido, el instinto satisfecho. El saber que uno ya se puede morir, ahora que…

Pero puede que no, que no sea así. Puede que un día, superados los miedos, la zozobra, la búsqueda de la ocasión ideal, puede que no, que no esté de Dios, aunque precisamente sea Dios, cualquier dios, el que menos tenga que decir. La naturaleza se vuelve desabrida, caprichosa, más selectiva que nunca. Y es entonces cuando la ciencia empuja, allana el camino, cumple esa función que la evolución humana ha labrado con sangre (otra vez sangre) sudor y lágrimas, que no es otra que obrar milagros como ningún dios fue capaz. Y es entonces cuando el embarazo dura años. Criogenia. Estimulación forzada. Probetas. Remedio infalible. Los milagros de la ciencia. Pero tú ves pasar los meses y lo que para otros es rápido, vivaz, sorpresivo, para ti es eterno, inconmensurable.

Y aún con todo a veces estás en el lado débil de la estadística. Ese cero coma algo. Lo que debe ser fácil, con todo la dificultad propia de perpetuar la especie, se vuelve imposible. Con esa agonía, esa crueldad propia de las ocasiones perdidas, donde entran en juego los mismos mecanismos que para el resto: la ilusión, la espera, el vértigo, hasta que se desencadena la tragedia. Entonces sólo cabe el aullido, el quejido, el romperse por dentro por la injusticia, por la mala suerte, por la refinada ironía con la que la naturaleza, incluso la ciencia te dice que tú no, que tú no lo mereces, que sea lo que sea que hayas hecho para no merecerlo ahora te pasa factura, no fueras a creer. Cuando la fe, precisamente la fe, es la primera que se acobarda y te traiciona.

Para esas pérdidas no existen nombres. No hay palabras para definir a aquel que pierde sus hijos demasiado pronto, cuando sus corazones laten pero cercenan su latido. Literalmente. No las tiene la RAE, no las tiene el vulgo. No hay duelos permitidos, siempre es el «no te preocupes», «todo se andará», «aún sois jóvenes», «eso en cuanto que os relajéis os saldrá solo, ya veréis». Y tú les observas, intentando expresar con tu mirada la rabia ahogada en sangre, en litros y litros de sangre (sangre en las vías atadas al cuello, sangre en compresas, sangre en las manos) que no tienen ni puta idea, que no saben de qué coño están hablando, y que más valía que se metieran esa blanda esperanza en sus labios. Incluso no hay lugar en los hospitales. Te tragas tu dolor y esa rabia en la misma planta donde los malditos ecógrafos expanden a los cuatro vientos los latidos de neonatos que traspasan el silencio nocturno como los ejércitos dispuestos a la batalla, con su monótono tap-tap-tap-tap-tap-tap.

Entonces eres el paria, el lisiado, el que no vale. Tu esperanza se transformó en sangre, en rabia, dolor y llanto por nuestros hijos malogrados.

Tú no perteneces al selecto club. Tú no tienes hijos. Tú no sabes. No sabes nada. Los anuncios de sonrosados bebés, tripas descomunales y niños prístinos manchados de barro retuercen el cuchillo clavado en el pecho. Los miembros del selecto club sienten lástima, mientras amasan el pelo de sus retoños. Todo te lo recuerda, todo está ideado para que pierdas día a día la batalla. Tripas incipientes en Facebook, sillas infantiles que se comparten, fotos de niños preciosos que miran desafiantes a la cámara desde esa inocencia manchada por los babeos de los padres, hermanos, abuelos, tíos, compañeros, amigos. Todos expanden la nueva, todos saltan, gritan, balbucean, ríen, lloran, y horadan la herida que se acerca sin pausa a tu corazón para hacerse letal, terca y desafiante. Incluso algunos malnacidos esparcen su inmundicia en forma de feto troceado. Entonces quieres matar, destruir, aniquilar.

Yo quería ser padre. Y había consenso en que iba a ser un buen padre. Confesiones de algún buen amigo me hicieron sonrojar. Y ahora te amargas, te sumerges en la rabia inconsolable de reconocer que no puedes pisar las casas de tus cercanos recién padres porque te sientes mal de no alegrarte de su desorbitada alegría. No puedes mirar a tus queridas colegas porque su tripa desmesurada te mira y te sonríe sarcástica. Y te sientes ruin, amargado de no poder sentir ni siquiera envidia, sino rabia.

La procreación es nuestro martillo pilón, inconfesable, incansable, ineludible. Golpea siempre, día a día, noche a noche, de manera infatigable. Siempre, siempre dispuesto a recordarte que tú no, que tú no eres como ellos, que no lo podrás ser, que no se te ocurra pensarlo. Día a día. Que siempre puedes adoptar. Día a día. Que hay gente que no puede, y no pasa nada. Día a día. Y te tragas los anuncios, las conversaciones, el ímpetu procreativo de toda tu generación. De esa ristra de cacas, apiretales, maxicosis, pañales y sueños imposibles de madrugada. De mira qué mono, qué hace, cómo se mueve. Pero tú no sabes nada, qué vas a saber, tú estás incompleto, porque no eres padre, porque no es lo tuyo, porque no sabes lo bueno de la vida, lo único, lo verdadero, lo más grande, lo más importante. Y estallas por dentro, llorando de nuevo por ese proyecto truncado, por esos babies sin dueño, por ese biberón que no fue. Por toda esa vida que perdiste. Por el futuro. Y pugnas, de nuevo, otra vez, por no volverte loco.

Y escuchas el martinete, solemne, infatigable, perpetuo, del martillo pilón asolando lenta, inexorablemente, tu cabeza, tu alma, tu propia esencia. Día a día. Día a día.

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