Escatología

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La balsa de la Medusa, Théodore Géricault.

Quiso el hombre postmoderno huir de la escatología. Ideó entonces no sólo un depurado sistema de limpieza dentro de sus cubículos, sino una pasmosa maquinaria que eliminara hasta los últimos restos de su paso por este mundo. No en vano la escatología, que tiene que ver con humores, vísceras y despojos, aúna aquello que nuestro cuerpo deshecha en sus más variadas formas con el destino de eso que somos y lo que se quiere creer que seremos una vez que nuestro corazón abandone su única rutina (parafraseando uno de los más rotundos versos de Innes). La relación, si la hubiere, como la de las ingles y la cabeza, parece evidente. Para pasar a la ultratumba antes debemos ser despojo. Donde hubo lozanía y sangre burbujeante quedará frío hueso y vacío, la viva imagen de que la materia se transforma.

Y mientras, como seres vivos que somos, como mamíferos que somos, paseamos nuestras vísceras y dejamos atrás aquello que éstas desechan. Antes el alivio del cuerpo era más vetusto, incómodo y presente, sobre todo en la pituitaria. La famosa «agua va» era materia común en nuestras ciudades y pueblos. Y el cuerpo reposaba en camposantos para que se pudriera sin molestar a nadie, primero a la vera de la iglesia, y más tarde en lugares para el recuerdo, donde los humores escaparan por rejillas y respiraderos, para que el gesto de echar mano al pañuelo fuera sólo propio de esos pulcros y retirados lugares.

Para lo primero uno no se da cuenta de la importancia de ese movimiento de tripas hasta que algo va mal en ellas. Es pasmosa la lista de patologías relacionadas de una forma o de otra con el aparato digestivo y excretor. Los intestinos y el propio estómago son muy sensibles a cualquier injerencia externa. Y cuando se enfadan licuan la inmundicia para recordarnos que somos carne, y de la carne vamos al polvo del camino. Que somos mientras tanto, no para siempre, en esta carcasa carnal que a veces creemos fuerte, y otras floja y débil como un trozo de carne que olvidamos en la alacena, y se pudre, y hiere, y molesta, y ensucia.

Para lo segundo la incineración cumple las ansias de pulcritud de nuestra sociedad. Incluso el sibaritismo se ceba en diamantes fabricados con los restos, o sofisticadas formas de integrar el polvo al polvo en parajes que ya no hagan usar pañuelos a los pulcros y azorados deudos.

Decían que el sudor de Alejandro Magno era una suave fragancia de primavera, pero su lecho de muerte fue como el de cualquier mortal, ante el pasmo de las tropas, que querían ver en él un dios. Nosotros, también simples mortales, tapamos nuestros hedores con desodorantes, ambientadores, aceites, perfumes, inciensos y demás objetos de droguería desde que la civilización quiere creerse ordenada. Desde que escribimos, y tenemos conciencia histórica. Ahora, hombres postmodernos, creemos estar por encima de la naturaleza y creamos desodorantes biológicos, ambientadores respetuosos con el medio ambiente, perfumes sutiles, inciensos naturales y convertimos un entierro en un baile de ausencias. Pero a veces nos paramos a pensar, y a preguntarnos por qué el cielo es azul, y entonces ya estamos perdidos.

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