Mamá, quiero ser poeta maldito

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El lado salvaje de la vida. No hay nada que atraiga más a los patanes. Y a los cínicos. Y a los que quieren ser, pero no pueden, y buscan ser en un mundo circunscrito a otros como ellos más o menos listos, más o menos cuerdos, más o menos mediocres. Porque en ese lado salvaje no hay escuelas, ni pruebas, ni exámenes, ni sacrificio baldío. Sólo basta encomendarse al dios Bukowski y mencionar varias veces polla en tus escritos. Castigar tu hígado y la tranquilidad de los vecinos cagándote en la sociedad podrida que habita justo encima de ese garito.

Es sempiterno. Todos juegan al mismo juego cuando se es demasiado joven para comprender demasiadas cosas. Pero, ¡ay, amigo, cuando se pasan los treinta, o peor aún los cuarenta! Y llegar a los cincuenta presa de ese mal es cuanto más patético cuanto más se crea en ello. Querido Charles, quemaré votivos cigarros de liar en tu nombre; seduciré a hembras seducibles, aparentado ser amante fogoso ante mujeres impresionables; inventaré historias de amores en cada puerto, en cada calle, en cada portal, amaneceré tosiendo en cama ajena y luego defecaré, literal y artificiosamente, versos en los que loaré mi propia «vida bohemia», riéndome de los que pagan facturas y piensan que el mundo es un lugar seguro y cómodo donde temer al futuro, mientras agarro esa botella que hace tiempo que ya no sabe a nada porque, sé sincero contigo mismo, hay un día en que no comprendes cómo llegaste hasta aquí. Y reinventaré un estilo de vida miles de veces creado, donde mi reino nocturno será de aquel tan guay como yo que sepa cerrar garitos y pavonearse ante los aprendices de malditismo, donde poder seducir a jóvenes que siguen creyendo que los malotes follan mejor, que llegar a viejo es de cobardes, y que si tengo la mala suerte de hacerlo, seguiré aparentando ser el más malo, el peor, como el terco y torpe Sabina, mientras ya no me tragaré el humo de los cigarros y comeré verdura para llegar más lejos, ahora que ya, nunca, podré ser un joven y bonito cadáver.

Y si fuera mujer tendría que ser joven, porque la madurez está reñida con el malditismo cuando atusas tu falda plisada. Porque hasta en eso existe machismo, y sólo se puede ser malo y mayor si se tienen testículos. Que te lo digan a ti, Charles, rodeado como todos de joveznas. Así que yo, groopie del ripio y lo manido, me emborracharé con el que peor huela para creer que así se hará leyenda mi nombre, y hablaré de mi coño y de tu polla, y pondré la boca así, e insinuaré, y me haré tatuajes con frases de vacua profundidad, pero no mostraré, que mostrar no es de poetas, y yo soy poeta, no me confundas. Y hablaré de orgasmos, aunque no sepa muy bien qué son, y usaré gafas oscuras pero sabré cuidarme, porque yo no soy como ellos, mis poetas malditos, yo tengo un futuro mullido en un mundo correctamente burgués, correctamente permisivo con los pecados de juventud, con ese novio maloliente que tu padre ve con recelo, contando los días que quedan para que te canses de él.

Algunos hacen de su incapacidad virtud, y aparecen en un artículo de verano de El País diciendo que sus libros son «como los de Cortázar, pero con sexo», porque saben a qué árbol arrimarse para su efímera gloria. Porque no importa la calidad, la literareidad contrastada, sino la polla, el coño, el gargajo más lejano, la axila más pestilente, el olor acre a impostura, la ropa negra porque es la marca de los malditos, la voz fuerte, la presencia dominante de triste macho beta con ínfulas de alfa. Porque tú nada sabes de Cortázar y el sexo, pero poner ese nombre en tu boca suena inteligente, suena sacrílego. Porque tú te meas en lo sacro, claro, te meas en Cortázar, y en Cervantes, y en Calderón, y en Machado, y en Alonso, y en Hierro, pero sobre todo en Borges, hay que cagarse en Borges.

Hay ancianos sabios con una actitud punk en su senectud que se desayunan cinco o seis de éstos cada día. Que saben que la apariencia esconde incapacidad, que la lucha está en otro sitio, que mirársela y contarlo es tan fútil como comer plátanos en un árbol, que las jovencitas a las que impresionan y que le pagan su vida bohemia no son capaces de reconocer la verdadera poesía aunque esté delante de ellas y le golpee con el puño cerrado en la cara.

Fue siempre así en el lado salvaje. Los pocos genios que lo poblaron (qué lejos quedó el mundo antes de La montaña mágica, Verlaine y Rimbaud, Artaud y Mallarmé, la Belle Epoque, el París de entreguerras, la Bohemia en mayúscula de Sawa, la edad dorada del rock y los días de vino y rosas de los Panero) conocen qué precio se ha de pagar, y los sabios que la rozan con la punta de los dedos (la tradición es milenaria, los malditos de verdad han existido siempre, y han pasado hambre, y sed, y calamidades, y tienen como santo bebedor al gran Max Estrella) la saludan con nostalgia porque saben que es el reino de los impostores, de los mediocres, de los que eligen el modo fácil. De los que no.

Agarrado a la cámara

De un tiempo a esta parte estoy agarrado al disparador de mi nueva D7000. Un ya viejo modelo que me ha hecho volver a disfrutar de la fotografía como hacía mucho tiempo que no hacía. Así que ando algo mudo en lo que narrativa se refiere, y de ahí este empecinado silencio en este espacio. No creo que haya manifestaciones a la puerta de mi casa, pero si tengo que pediros perdón por ello. No he desaparecido, pero la vida me está rellenando los huecos de tiempo que antes dejaba libres. Y gran parte de la culpa la tiene mi trabajo, y gracias al demiurgo doy por ello. Porque no están los tiempos para despreciarlo, y porque mis superiores y mi nueva empresa me han hecho recuperar la ilusión por lo que hago. Y eso sí, creedme, es mucho.

Gracias a mi nuevo juguete Pitu, mi vieja compañera gatuna, luce así de bonita:

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He empezado a patear la ciudad como antiguamente, deseoso de observar las cosas desde otra perspectiva, como podéis ver en mi remozado álbum de Flickr de Madrid, que seguro que iré ampliando con el tiempo (pinchad en la imagen para acceder a él):

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Y me he de dado por cazar aviones, pues les veo la barriga todos los días en mi trabajo. Aún me queda mucho por explorar en este nuevo hobby, pero he empezado a pasármelo muy bien con ello.

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También he seguido haciendo fotos en el Slam de Madrid. Aquí podéis ver algunos ejemplos.

 

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También hice fotos en un partido de la ACB entre el Estudiantes y el Barça. Fue muy divertido.

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Y sobre todo unas fotos que hice en el último San Juan, donde me lo pasé tan bien haciendo fotos como no recordaba:

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Espero que todo esto os resarza del silencio.

 

 

Limosna de genio

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En tiempos difíciles el ingenio se agudiza. Es la tradición más hispana, la picaresca que impregna nuestro tuétano desde tiempos inmemoriales. Tanta mezcolanza de razas y tanto pasarlo mal ha hecho de nosotros unos buscavidas irredentos. No somos los únicos, claro, pero después de atar los perros con longanizas parece que se nota más de la cuenta, y ahora todo el mundo sueña con su lotería particular en forma de libro, o de fotograma, o de instantánea, que acabe de una vez por todas con la mendicidad.

La inclinación a las artes no afecta a un sector amplio de la población. Si quizá el ansia de divertimento, sea esto zafio o refinado. Los que nos inclinamos por el lado sensible de la vida, e incluso por el salvaje, siempre hemos mirado por encima del hombro al neófito, esclavo de las modas y las crestas de las olas. Más aún desconfiamos de las vocaciones tardías. Ser sensible exige un largo caminar, un temprano renacer, una labor diaria de refocilarse en el barro del saber y el arte, subiéndonos en los hombros de los verdaderos genios, y más aún de los verdaderos sabios.

La noche madrileña (y me consta que no es la única) está ahora poblada de joveznos empeñados por encima de todo en conseguir ser geniales. Echan mano de la tradición poética, teatral, actoral, artística en general, sin conocerla, sin haberla mamado, para creerse, a pies juntillas, su condición de señalado por la diosa de turno, sea ésta Talía, Calíope, Urania, Terpsícore, Polimnia, Melpómene, Euterpe, Clío o Erató. Y las más de las veces su seguridad resulta patética. Seres que no han pisado una biblioteca, una fonoteca, se creen divinos en su autoerigida torre de márfil. Y no sólo jóvenes, también ancianos o maduros que descubren de repente que son los descendientes de Neruda o Gabo en la Tierra (no de Juan Ramón, no de Machado, no de Borges, porque eso es más complicado, demasiado complicado).

Uno ya tiene bastante con su propia mediocridad para tener que impregnarse de la de los demás. Se aplaude el intento, la ilusión, pero se desprecia la prepotencia. Yo también sueño con ser escritor, o fotógrafo, y me esfuerzo en ello, pero no tengo, por desgracia, ninguno de estos oficios. Cansado estoy de los actores o poetas que son realmente camareros. No por la dignidad que encierra cualquier oficio, sino por la indignidad de no reconocer el de menos prestigio.

Si el motivo es sentirse bien, conseguir meterse en la cama con quien se desea, extender más allá de la vista el horizonte es admirable, pero creerse genio sin serlo es estúpido. En aquella memorable escena de Luces de bohemia Dorio, interpretado por Ángel de Andrés, se rodeaba de modernistas que se pavonean ante Max Estrella, pero Don Latino, bajo el pellejo del memorable Agustín González, los contenía a la voz de «aquí sólo hablan los genios». Modernos emplumados siempre los hubo, pero genios, lo que se dice genios, no los busquéis en el panorama actual, ni en los círculos influyentes ni en el más puro underground.

Aunque haberlos los hay, camuflados convenientemente de humilde, como siempre ha sido.

Trending faces

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Hay un abismo entre los rostros que me miran desafiantes desde las portadas de las revistas de tendencias. No hace falta que os desplacéis al quiosco más próximo, basta con entrar en Issuu.com y dejarse arrastrar por el espectáculo de luz y de color.

Que somos imagen hace ya demasiadas décadas que es una verdad universal. Sin embargo, ahora que los principios van cayendo como agua de una eterna cascada, esos rostros me producen ternura. Ser un ser humano de éxito hoy día ha dejado de significar lo que antes tuviera que significar. Nosotros, ciudadanos de a pie, parecemos veteranos de la Guerra de Vietnam que curtimos cada día nuestra coraza de escepticismo y sarcasmo, mientras leemos la prensa diaria con una mueca de repudio y displicencia.

Todavía puede leerse en la portada de El País el especial que se ha hecho sobre José María Aznar, que mira más desafiante que ninguno, con esa pátina de self-hero que con tanto mimo han pulido tanto sus defensores (que los hay, y que le añoran) como su propia mismidad distante y prepotente. No quiero centrar la mirada ahora en ese prohombre, que mira rígido, con esas huellas que imprime la vigorexia en los rostros poco agraciados, sobre todo en aquellos que, sobrepasada con creces la cincuentena, no son capaces de reconocer que el tiempo ha pasado, y que ya deben resignarse a ver El ocaso de los dioses con serenidad.

Acabo de cumplir cuarenta y cinco años, y me siento bien. Pero me mata la manida fugacidad del tiempo. Todos querríamos ser eternos en esta edad, en la que aún somos jóvenes (más en estos tiempos) para muchas cosas y maduros para otras tantas. Pero el espejo me devuelve una mirada extraña. Soy yo sin serlo. Quizá sea mejor de lo que imaginé, máxime sabiendo que la naturaleza premia la madurez del hombre, y castiga sin piedad la de la mujer. Estamos programados para vivir muchos menos años de los que vivimos y, como se suele decir, a partir de los cuarenta sólo nos dedicamos a sobrevivir, más aún aquellos a los que se les niega la descendencia.

Así que miro esos rostros de hombre maduros, sentados displicentemente y con el desafío prendado en los ojos y me digo a mí mismo que son tiempos extraños estos, en los que las caras se esculpen y se labran como antes se labraba la tierra, para que dé un buen fruto durante la cosecha.

Parafraseando a Ubertino da Casale, ¡qué tiempos nos ha tocado vivir!

Toda una vida en el trastero

Nuestra existencia en la Tierra es un continuo acumular cosas. El hombre tiene una habilidad pasmosa para identificarse con los objetos que le han rodeado, y a mí siempre me ha obsesionado esa herencia de cachivaches que a menudo es quebradero de cabeza para los deudos cuando el tiempo expira y motivo para frotarse las manos de los chamarileros de El Rastro. El valor de las cosas es un simple acuerdo entre dos humanos, pero cuando alguien falta el valor sentimental se dispara tanto como la nostalgia lo permite. 
 
No hay nada como que un portero cómplice te permita pasar a una casa que acaba de ser abandonada por una noble rusa, como una vez me ocurrió hace ya muchos años. Lo primero que te invade es el olor a casa de viejo, algo tan particular como entrañable. Después, al abrir un armario medio desvencijado o una cómoda maltrecha, piensas en las miles de veces que fuera abierta en vida de su dueño, las mañanas, tardes y noches que ese mueble de madera usada habría mostrado sus secretos. Aún conservo un billete de avión de los años treinta, cumplimentado en primorosa caligrafía de la época, de un viaje a Mallorca de una época en la que viajar por el aire era sinónimo de verdadero estatus.
 
Hace unos días uno de esos grandísimos amigos que se hacen más y más grandes según avanzan los años, me invitó a entrar en un santa santorum muy particular. Su padre, una de esas figuras que el paso del tiempo ha engrandecido como merece, era un hombre a carta cabal, un caballero de enjuta figura, de exquisito gusto y cierto aire distante que, intuyo, contendría las justas gotas de misantropía que un hombre cultivado debe tener. Un señor, pues, de los pies a la cabeza que había sido actor y que admiraba hasta límites extremos a Frank Sinatra. Si queréis imaginar su porte, pensad en ese Henry Fonda de En el estanque dorado, a la vez sarcástico, a la vez tierno, a la vez serio, a la vez cómico.
 
En mi adolescencia pasé muchas horas observando anonadado su delgada presencia mientras nos enseñaba cómo debe escucharse a una big band. Sé que buena parte de mi pasión por la música viene de su mano subiendo y bajando en el aire mientras aquel trompetista hacía de las suyas, de las muecas que hacía anunciándonos la entrada de las trompetas, o alguna virguería hecha por el saxo. Así que cuando mi amigo quiso prestarme algunas de las piezas de su impresionante colección de discos, celosamente guardada en un trastero, pensé que iba a desmayarme. Entrar en ese cuarto ciego, repleto de estanterías metálicas con cajas y cajas, todas con elocuentes letreros de «discos», o «claquetas», o «singles», fue como entrar dentro de la Kaaba de La Meca. Y al abrir las cajas cientos de vinilos del mejor jazz y de las mejores casas discográficas que pudieran conocerse nos saludaban en sus fundas.
 
Duke Ellington, Johnny Hodges, Lester Young, Harry «Sweets» Edison, Ben Webster o Billie Holiday, de quién precisamente me prestara en su momento un doble de su última época, con la voz ya quebrada, y que puse en aquel viejo plato con vértigo, temblándome las manos al sacarlo de la funda. No en vano me aseguró que era la única persona a la que le había dejado un disco. Y sé que exageraba, pero encontrarme de nuevo con ese vinilo y tenerlo en mis manos, con su etiqueta de la mítica tienda Jazz Collectors de Barcelona, fue como hacer un pastel con todas las magdalenas que comiera Proust.
 
Un hombre como él sabemos que se sentiría incómodo de saber que toda su vida está encerrada en un trastero, pero también se sentiría orgulloso de saber que su memoria está tan bien custodiada, y no perdida en manos de una familia ingrata o ignorante. Acceder a sus tesoros, darles vida de nuevo, es una emoción que cada día me reservo cuando llego a casa y dejo caer la aguja por esa negra superficie que llena el aire de sonidos tan hermosos como los que él escuchara en vida. Y abro una botella de vino y brindo en su memoria.

El orden del buen maniqueo

Es útil el principio maniqueo. Yo no soy responsable de mis actos porque no son fruto de mi libre albedrío, sino del mal que domina mi vida. Es que, como diría el personaje de Cassen en Amanece que no es poco, el tema del libre albedrío viene aquí pintiparado. Buena la lio Mani, y pensemos que su pensamiento, convertido en religión, estuvo activo mucho tiempo. La única forma de salvarse del mal es negarse a uno mismo. Así, el orden del buen maniqueo es ser célibe, contemplativo y vegetariano. Nada que pueda importunar al mundo que me rodea. Sin embargo, la deformidad del uso del lenguaje ha dejado como significado del término aquel que extrema sus posturas, interpretando la realidad sobre la base de una valoración dicotómica. Todo es blanco o negro, bueno o malo. Pero distinguir entre el bien el mal no siempre es fácil, sobre todo teniendo en cuenta que el bien, como aspiración, no suele ser el objetivo del hombre postmoderno.

Hay personas que, pudiendo elegir, eligen el bien, si es que son capaces de verlo. Y personas que eligen el mal, incluso a sabiendas de que lo es. En este principio está destilado todo el funcionamiento social. Porque si nadie tendiera al mal este mundo, al margen de bastante más aburrido, sería un mundo sin leyes, sin parlamentos, sin normas, sin punición, sin religiones. El paraíso de los hippies, y si me apuráis hasta de muchos nudistas.

Pero no es así, queridos niños. La masa humana, a poco que se le apriete, es una hija de la gran puta (excúseseme el lenguaje sexista en mor de la claridad del discurso). Y la media está entre la tendencia a ser simplemente una mala persona y el maldito bastardo (mis disculpas de nuevo por la utilización del género masculino, pues es indistinto el género). La gente puede que no sea radicalmente mala, pero encontrar a alguien bueno, en el más puro y prístino sentido del término, es tan complicado como sólo un símil bíblico es capaz de ilustrar. Y que conste que son cuerdas, y no camellos los que deben pasar por los ojos de agujas.

Por desgracia debo constatar la veracidad de estas afirmaciones porque son ya muchos años de experiencia nadando entre el mal. Y su amiga, la injusticia. La bondad empieza fuera de uno mismo, terreno vedado en el que no se aventura el común de los mortales, de hoy, de ayer y del mañana, porque más allá de sus fronteras hay monstruos. Y luego vienen aquellas pequeñas o enormes batallas de los que somos distintos. Por mala suerte o por empeño. Ser de otro modo conlleva el estigma. Da igual si es porque elegiste un momento distinto al del resto, porque tus glándulas no segregan suficiente testosterona o porque, como el bueno de Gambardella, cuando de pequeño te preguntaban qué era lo que preferías por encima de todo pensabas en el olor de las casas de viejo, y no en los coños, como todo el mundo (masculino, se entiende; imagino que la cosa sería pensar en otro tipo de genitales). Las almas sensibles sufren, pero más allá del sufrir de los vencidos. Y se emocionan, como no saben emocionarse los adocenados. Así es, y con más ardor cuanto más tiempo pase.

No me hagáis mucho caso. Ando preasténico. O eso creo.

El arte de la computación


Jóhann Jóhannson publicó su IBM 1401, A User’s Manual en 2006, así que no cuento nada nuevo. Sin embargo, en estos días de estupor no viene mal rescatar aquello que, en palabras del ya icónico Jep Gambardella, sirva para encontrar «la gran belleza». De hecho, quería haber publicado un post sobre una película que ha marcado a fuego un antes y un después en mi lista de favoritas, pero he preferido ser fiel a dos promesas que desde el mismo momento en que la terminé de ver se convirtieron ya en principios: conseguir alguna vez pasear como pasea Toni Servillo (que me queden los trajes como a él es más difícil) y consagrarme a la búsqueda de esa grande bellezza en emocionantes piezas como ésta, interpretada (más que bailada) por una perturbadora Erna Ómarsdóttir.

Ya sabemos que lo demás es tan sólo un truco.

11-M: diez años

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Después de diez años el 11-M sigue presente en mis sentidos. En el tacto con el que sentí la vibración en la pared de mi cuarto de baño de Vallecas, exactamente a las 07:41 horas de la mañana del 11 de marzo de 2004, justo en el preciso instante en que pensé que si eso era lo que parecía que era había sido muy, muy grande, muy salvaje. Después, cuando recogí a mis compañeras de trabajo en la puerta para coger el coche, todo era demasiado confuso, más cuando una de nuestras compañeras, que bajaba de Lavapiés todos los días para unirse a nosotros, nos dijo que nos fuéramos sin ella, porque tenía que quedarse atendiendo a un chico que estaba ensangrentado y desorientado en la explanada de la estación de Atocha, uno más de aquel dantesco desfile de muertos vivientes que atravesaban la plaza aturdidos por lo que acababan de vivir. Y aún no plenamente conscientes de lo que suponía haber vuelto a nacer.

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El oído fue el castigado durante todo el resto del día, escuchando las noticias de la radio, de la tele, las dolorosas declaraciones de los políticos, creando confusión en un pueblo como el de Madrid, acostumbrado a sufrir es sus carnes los zarpazos del terrorismo. Pero el dolor crecía según crecía la cifra oficial de muertos y se iban conociendo los detalles. En esas horas que tan lentas transcurrieron sabíamos que estábamos, por desgracia para nosotros, viviendo un momento atrozmente inolvidable. Y nuestros oídos sangraban por ello.

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El gusto salado de las lágrimas fue nuestro amargo trago en las puertas de los trabajos, cuando compañeros de otras empresas se unían a nosotros en la calle en unos minutos de silencio no por anónimos menos terribles. Aún no podíamos creer que algo así fuese concebible, menos aún posible. Llorábamos hasta el hipo, mirándonos de acera en acera, absortos y con el ánimo de salir corriendo a abrazar a aquellos que nos miraban con ojos tan cansados como los nuestros. Pero el decoro nos podía, y ordenadamente, porque en el orden encontrábamos consuelo, subíamos de nuevo a nuestras oficinas a seguir con esa tarea que, en eso momento más que nunca, nos parecía trivial.

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El olor de las miles de velas que inundaban la entrada a la estación y el vestíbulo de Atocha impregnaban el aire de una atmósfera dulzona. Cuando me acerqué, solo, varios días después, a aquel santuario improvisado en que se había convertido la entrada de cercanías ideada por el equipo de Moneo me quedé fascinado, pero más aún cuando descendí al vestíbulo y noté en mi cara el calor que desprendían ese manto bermejo de velas que tenía ante mí, hasta el punto de que me costaba sostener la cámara con la que saqué algunas fotos. Porque decidí que ésa era mi misión, fotografiar para la posteridad aquello que tenía delante de mis ojos. No importaba la calidad de las tomas, sino el hecho de estar ahí, de servir para que eso se recordara por siempre jamás. Recuerdo que me costó mucho hacer el gesto de sacar la máquina de su bolsa y mirar por el objetivo. Parecía irrespetuoso, pero ahora me alegro, de las que hice en Atocha y en Téllez, y que podéis ver ilustrando este post y en mi cuenta de Flickr.

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Y la vista guardó para el recuerdo el clamor ingente de aquel día en el que Madrid lloraba con nosotros. Cientos de miles de personas, quizá millones, llorando debajo de los paraguas, como si el cielo nos acompañara con sus lágrimas. Literalmente la multitud se perdía en el horizonte. Y yo pensaba en qué se les pasaría a los autores por la mente cuando vieran ese gentío clamando justicia. Fue emocionante y desgarrador. Fue un momento taladrado ya en nuestras retinas para siempre.

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Diez años no son nada, y son un mundo. Aquel día la España del siglo XXI perdió la inocencia, como poco tiempo atrás la perdiera Estados Unidos, y todavía hoy siente un vacío cuando echa la vista atrás. Y no se perdona la infamia que aún sobrevuela a su alrededor, tanto tiempo después. Ciento noventa y cuatro muertos (no nos queremos olvidar del GEO asesinado en Leganés, ni del bebé de nueve meses que falleció antes de venir a este mundo, ni de la esposa del comisario de Vallecas que acabó suicidándose) y miles de heridos más tarde, diez años más tarde, son un peso demasiado pesado.

No os olvidamos. Nunca podremos.

In memoriam: Leopoldo María Panero

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[Foto: J.R. Vega]
«Es tan bella la ruina, tan profunda
sé todos sus colores y es
como una sinfonía la música del acabamiento,
como música que tocan en el más allá«.
 
Se ha muerto el príncipe de los locos, el santo ángel de la nicotina. Leopoldo María, el del psiquiátrico, el alma atormentada encerrada en un corsé familiar y mundano que no casaba con su profundo abismo neurológico. El bebedor de Coca-Cola Light, el justiciero de la antipsiquiatría, el de la mirada perdida que apenas si lograba un garabato ante la boba mirada del fan de turno que pasaba delante de su vista en aquella caseta de la Feria del Libro. Como si la caseta fuera la montaña y el bolígrafo la piedra de un Sísifo mermado por una vejez con prisa que no era justificante de esa tez de muerto, de esa mirada de anciano que tiznaba de vidrio un mirar mucho más que ausente.
 
Descansa en paz, al fin, que como dice Nacho Vegas, «fue bastante ya».