Son grandes, enormes, incómodos, de un anodino gris, fríos, y están en todas partes, a veces como dejados de la mano de dios. Son eternos, y seguro que sobrevivirán al ocaso de la humanidad, cuando «la caja de cerilla», o el «ladrillo», con sus nueve enormes plantas de color rojizo sucumban y colapsen.

Han sido testigos de todo. Es difícil saber desde cuando, porque por no tener, su edificio no tiene ni día de inauguración. Es más, no fue ideado para albergar los estudios que ahora se imparten, sino que se ideó para la política y la economía. Y ni siquiera era mi verdadera facultad, pues la madre está al lado del campo de rugby, en la avenida Complutense. Pero en los bancos de la facultad de Geografía e Historia, siempre tan presentes, tan helados, viví cinco largos años de mi existencia estudiantil.
Es mágico cómo se construye la memoria. Han pasado más de treinta y cinco años desde que me senté por primera vez en uno de ellos, y es perturbador que estén exactamente igual que cuando los vi aquel otoño de 1988. Mientras, han pasado Juegos Olímpicos, expos, cambios de gobierno, atentados terribles, crímenes execrables, danas, volcanes, pandemias y miles de vidas concentradas en una sola. He visto morir a mis padres, crecer a mis sobrinos, florecer y marchitar amores, labrar vidas en común; me pasmo viendo crecer a mi hijo, he vivido fracasos, éxitos y he acompañado a cientos de personas en su devenir vital. Y los bancos seguían allí, impertérritos, pétreos, fríos.
Los recuerdo llenos de abrigos, ropa, carpetas. Los recuerdo repletos de estudiantes, o hermosos con alguna solitaria figura sentada con los pies en alto, apoyado el cuaderno entre las rodillas, tomando notas de algo escuchado, sentido, oído en la marabunta de la facultad. Porque siempre me han fascinado los edificios públicos. Las facultades, los hospitales, las bibliotecas, incluso las iglesias, abren sus puertas y nadie te pregunta quién eres cuando abordas los pasillos y te sientas en los bancos de piedra. Nadie se extraña de ver una figura que no encaja, que no es habitual, pero que sabe bien cómo es el fantasma que recorre los edificios públicos acompañando de la mano a las almas que se adentran en ellos. Tienen algo de hogar, de cobijo, de cueva en la que sentarse al fuego y respirar profundamente.
Hoy he vuelto, por casualidad. He intentado aparcar cerca del hospital, pero no había sitio, y de repente me he visto guiado, sin saber por qué, hasta la falda de esa montaña artificial de ladrillo, ventanas y persianas colocada sin sentido entre edificios más modernos y funcionales. Y me he adentrado en ese viejo cascarón como quien regresa al hogar.
En esos pasillos fui yo, fui yo mismo, no la sombra informe que soy hoy. En esos bancos encajé, amé, viví, sentí, aprendí, compartí, creé, estuve vivo y fui más yo de lo que he sido nunca.
Ahora veo a ese joven que caminaba con paso firme, que sabía quién era, que no tenía el miedo que tengo ahora, que sabía. Hoy ya no sé más que acercarme a ese joven convertido ya en fantasma que coge la mano del que se atreve a entrar en la cueva y le invita a sentarse al fuego. Y le dice que todo está bien, que crea en sí mismo, que se acuerde de ese joven altivo y firme que hoy le mira a los ojos y le dice tú puedes, eres el fantasma por venir, y te sentarás al lado de otra alma que, como tú, busque cobijo y consuelo.




