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El arte de la computación


Jóhann Jóhannson publicó su IBM 1401, A User’s Manual en 2006, así que no cuento nada nuevo. Sin embargo, en estos días de estupor no viene mal rescatar aquello que, en palabras del ya icónico Jep Gambardella, sirva para encontrar «la gran belleza». De hecho, quería haber publicado un post sobre una película que ha marcado a fuego un antes y un después en mi lista de favoritas, pero he preferido ser fiel a dos promesas que desde el mismo momento en que la terminé de ver se convirtieron ya en principios: conseguir alguna vez pasear como pasea Toni Servillo (que me queden los trajes como a él es más difícil) y consagrarme a la búsqueda de esa grande bellezza en emocionantes piezas como ésta, interpretada (más que bailada) por una perturbadora Erna Ómarsdóttir.

Ya sabemos que lo demás es tan sólo un truco.

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11-M: diez años

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Después de diez años el 11-M sigue presente en mis sentidos. En el tacto con el que sentí la vibración en la pared de mi cuarto de baño de Vallecas, exactamente a las 07:41 horas de la mañana del 11 de marzo de 2004, justo en el preciso instante en que pensé que si eso era lo que parecía que era había sido muy, muy grande, muy salvaje. Después, cuando recogí a mis compañeras de trabajo en la puerta para coger el coche, todo era demasiado confuso, más cuando una de nuestras compañeras, que bajaba de Lavapiés todos los días para unirse a nosotros, nos dijo que nos fuéramos sin ella, porque tenía que quedarse atendiendo a un chico que estaba ensangrentado y desorientado en la explanada de la estación de Atocha, uno más de aquel dantesco desfile de muertos vivientes que atravesaban la plaza aturdidos por lo que acababan de vivir. Y aún no plenamente conscientes de lo que suponía haber vuelto a nacer.

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El oído fue el castigado durante todo el resto del día, escuchando las noticias de la radio, de la tele, las dolorosas declaraciones de los políticos, creando confusión en un pueblo como el de Madrid, acostumbrado a sufrir es sus carnes los zarpazos del terrorismo. Pero el dolor crecía según crecía la cifra oficial de muertos y se iban conociendo los detalles. En esas horas que tan lentas transcurrieron sabíamos que estábamos, por desgracia para nosotros, viviendo un momento atrozmente inolvidable. Y nuestros oídos sangraban por ello.

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El gusto salado de las lágrimas fue nuestro amargo trago en las puertas de los trabajos, cuando compañeros de otras empresas se unían a nosotros en la calle en unos minutos de silencio no por anónimos menos terribles. Aún no podíamos creer que algo así fuese concebible, menos aún posible. Llorábamos hasta el hipo, mirándonos de acera en acera, absortos y con el ánimo de salir corriendo a abrazar a aquellos que nos miraban con ojos tan cansados como los nuestros. Pero el decoro nos podía, y ordenadamente, porque en el orden encontrábamos consuelo, subíamos de nuevo a nuestras oficinas a seguir con esa tarea que, en eso momento más que nunca, nos parecía trivial.

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El olor de las miles de velas que inundaban la entrada a la estación y el vestíbulo de Atocha impregnaban el aire de una atmósfera dulzona. Cuando me acerqué, solo, varios días después, a aquel santuario improvisado en que se había convertido la entrada de cercanías ideada por el equipo de Moneo me quedé fascinado, pero más aún cuando descendí al vestíbulo y noté en mi cara el calor que desprendían ese manto bermejo de velas que tenía ante mí, hasta el punto de que me costaba sostener la cámara con la que saqué algunas fotos. Porque decidí que ésa era mi misión, fotografiar para la posteridad aquello que tenía delante de mis ojos. No importaba la calidad de las tomas, sino el hecho de estar ahí, de servir para que eso se recordara por siempre jamás. Recuerdo que me costó mucho hacer el gesto de sacar la máquina de su bolsa y mirar por el objetivo. Parecía irrespetuoso, pero ahora me alegro, de las que hice en Atocha y en Téllez, y que podéis ver ilustrando este post y en mi cuenta de Flickr.

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Y la vista guardó para el recuerdo el clamor ingente de aquel día en el que Madrid lloraba con nosotros. Cientos de miles de personas, quizá millones, llorando debajo de los paraguas, como si el cielo nos acompañara con sus lágrimas. Literalmente la multitud se perdía en el horizonte. Y yo pensaba en qué se les pasaría a los autores por la mente cuando vieran ese gentío clamando justicia. Fue emocionante y desgarrador. Fue un momento taladrado ya en nuestras retinas para siempre.

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Diez años no son nada, y son un mundo. Aquel día la España del siglo XXI perdió la inocencia, como poco tiempo atrás la perdiera Estados Unidos, y todavía hoy siente un vacío cuando echa la vista atrás. Y no se perdona la infamia que aún sobrevuela a su alrededor, tanto tiempo después. Ciento noventa y cuatro muertos (no nos queremos olvidar del GEO asesinado en Leganés, ni del bebé de nueve meses que falleció antes de venir a este mundo, ni de la esposa del comisario de Vallecas que acabó suicidándose) y miles de heridos más tarde, diez años más tarde, son un peso demasiado pesado.

No os olvidamos. Nunca podremos.

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In memoriam: Leopoldo María Panero

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[Foto: J.R. Vega]
«Es tan bella la ruina, tan profunda
sé todos sus colores y es
como una sinfonía la música del acabamiento,
como música que tocan en el más allá«.
 
Se ha muerto el príncipe de los locos, el santo ángel de la nicotina. Leopoldo María, el del psiquiátrico, el alma atormentada encerrada en un corsé familiar y mundano que no casaba con su profundo abismo neurológico. El bebedor de Coca-Cola Light, el justiciero de la antipsiquiatría, el de la mirada perdida que apenas si lograba un garabato ante la boba mirada del fan de turno que pasaba delante de su vista en aquella caseta de la Feria del Libro. Como si la caseta fuera la montaña y el bolígrafo la piedra de un Sísifo mermado por una vejez con prisa que no era justificante de esa tez de muerto, de esa mirada de anciano que tiznaba de vidrio un mirar mucho más que ausente.
 
Descansa en paz, al fin, que como dice Nacho Vegas, «fue bastante ya».
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Escatología

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La balsa de la Medusa, Théodore Géricault.

Quiso el hombre postmoderno huir de la escatología. Ideó entonces no sólo un depurado sistema de limpieza dentro de sus cubículos, sino una pasmosa maquinaria que eliminara hasta los últimos restos de su paso por este mundo. No en vano la escatología, que tiene que ver con humores, vísceras y despojos, aúna aquello que nuestro cuerpo deshecha en sus más variadas formas con el destino de eso que somos y lo que se quiere creer que seremos una vez que nuestro corazón abandone su única rutina (parafraseando uno de los más rotundos versos de Innes). La relación, si la hubiere, como la de las ingles y la cabeza, parece evidente. Para pasar a la ultratumba antes debemos ser despojo. Donde hubo lozanía y sangre burbujeante quedará frío hueso y vacío, la viva imagen de que la materia se transforma.

Y mientras, como seres vivos que somos, como mamíferos que somos, paseamos nuestras vísceras y dejamos atrás aquello que éstas desechan. Antes el alivio del cuerpo era más vetusto, incómodo y presente, sobre todo en la pituitaria. La famosa «agua va» era materia común en nuestras ciudades y pueblos. Y el cuerpo reposaba en camposantos para que se pudriera sin molestar a nadie, primero a la vera de la iglesia, y más tarde en lugares para el recuerdo, donde los humores escaparan por rejillas y respiraderos, para que el gesto de echar mano al pañuelo fuera sólo propio de esos pulcros y retirados lugares.

Para lo primero uno no se da cuenta de la importancia de ese movimiento de tripas hasta que algo va mal en ellas. Es pasmosa la lista de patologías relacionadas de una forma o de otra con el aparato digestivo y excretor. Los intestinos y el propio estómago son muy sensibles a cualquier injerencia externa. Y cuando se enfadan licuan la inmundicia para recordarnos que somos carne, y de la carne vamos al polvo del camino. Que somos mientras tanto, no para siempre, en esta carcasa carnal que a veces creemos fuerte, y otras floja y débil como un trozo de carne que olvidamos en la alacena, y se pudre, y hiere, y molesta, y ensucia.

Para lo segundo la incineración cumple las ansias de pulcritud de nuestra sociedad. Incluso el sibaritismo se ceba en diamantes fabricados con los restos, o sofisticadas formas de integrar el polvo al polvo en parajes que ya no hagan usar pañuelos a los pulcros y azorados deudos.
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Roja sangre

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Frida KahloLas dos Fridas (óleo sobre lienzo, 1939)

La sangre es un fluido no newtoniano que fluye por nuestras venas bombeada por el corazón a unos cinco mil mililitros por minuto. Es viscosa, roja, escandalosa cuando se derrama, viva cuando fluye, oscura y densa cuando sale de nuestro cuerpo y se desparrama como si fuera una fuente. Mancha, asusta, marea a muchos. Casi cinco litros de fluido en un adulto que viene y va llevando nuestra esencia, la vida a todos y cada uno de nuestros rincones.

Cuando estás en la camilla del autobús de donación, con ese artificial ambiente acondicionado a veinte grados, con el murmullo del motor en tu espalda y la mano abierta y cerrada alternativamente, para que el riego sea óptimo y se llene esa bolsa de medio litro de tu sangre, no piensas en su viscosidad, en su densidad, en sus propiedades como fluido, sino en el viaje que va a hacer. Primero al centro de transfusión, donde la analizan, la tratan, la preparan, la empaquetan; y luego al cuerpo de otra persona, donde entrará como agua clara en una cañería, limpiando, regenerando, llenando venas que se vaciaban mortalmente.

Es un acto de generosidad que convierte a tres personas en mis hermanos de sangre cada vez que dono, como si hubiésemos cogido una navaja y hubiésemos unidos nuestros antebrazos, mirándonos con intensidad a los ojos. Es mágico. Es aséptico. Es salvaje.

Es el triunfo de la ciencia, que permite que mane un río y llegue al mar de alguien necesitado. Tanto como yo. Es un orgullo, pero asusta. Es poético y es víscera. Es rotundo, y es hermoso.

La sangre es tan íntima como nuestra alma. Pero florece, se escapa en cualquier rendija. Notas la aguja entrar de sopetón, guiada por mano experta. Todo es entonces tibio, indoloro, lejano. Pero si desvías la mirada ves ese río domeñado que fluye a la bolsa blanca que se balancea en un pulso hipnótico. Entonces el auxiliar corta al escuchar el pitido y tú te abandonas al tedio, a esa espera dulce del deber bien hecho, de la buena acción que permite vestirte de humano y caminar con algo más de ligereza, tan efímeramente como se regeneran esos quinientos centilitros de plasma sanguíneo dentro de tu cuerpo.

Tomad mi sangre, yo os la doy. Aquella que pueda sin vaciarme, sin perder la dignidad, la cordura, la civilización, la conciencia. No derramo mi sangre en el campo de batalla, la dono para que llene otros cuerpos de esperanza. Para encontrar belleza donde siempre hay tristeza.

Hay cosas que me recuerdan a mi padre. Y eso, creedme, me reconforta como ninguna otra cosa.

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In memoriam: Philip Seymour Hoffman

¿Tienen razón los suicidas? ¿Y aquellos que huyen hacia adelante y juegan en el lado salvaje hasta que pierden la vida tontamente?

En estos tiempos de pérdidas irreparables de enormes nombres de la poesía, el cine y el arte en general por causas naturales (si natural es morir de viejo) o por la insolente enfermedad, cuando hace poco se hacía ya notar la realidad de que el suicidio es la causa mayor de muerte en nuestro país (la excusa de las víctimas del tráfico se volvió inservible cuando perdieron la batalla, pues parece que hemos dejado de ser unos descerebrados al volante, y brindemos por ello), escuece más la noticia de la muerte por yonqui de Philip Seymour Hoffman. Escuece y cabrea.

Quiero pensar que tenía todo el derecho del mundo de desear su muerte de esa forma tan romántica, en ese viaje definitivo en su lecho, diciendo que el que venga detrás que arree, que le importa un carajo qué se haga con su ese cuerpo rotundo con el que jugaba tan bien delante de la pantalla, y sin importarle un ardite la suerte de los seres queridos que deja atrás, incluyendo hijos. La droga puede ser la salida más gentil y más noble del alma atormentada y rebelde, pero no tenemos aún la certeza de que se trate de un suicidio encubierto en blanca heroína discurriendo por la vena y llegando al cerebro y al corazón. Porque si no fuera así, maldito seas, querido Phillip, vaya forma estúpida de dejarnos huérfanos de tu enormidad, de tu arte.

Carpe Diem. Y un cuerno. Nos hemos quedado con cara de imbécil, sin entender por qué no tendremos más dosis de esto:

Así que sí, descansa en paz, que ya nos quedamos aquí nosotros, peripatéticos.

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La belleza en 2D

El sueño de cualquier aficionado a la pintura es atravesar el lienzo, como hiciera Alicia con el espejo, y adentrarse en un cuadro como si fuese uno más de los protagonistas. Rino Stefano Tagliaferro (con ese hermoso apellido, similar al catalán Tallaferro, «el que corta el hierro«, alusión a un más que temible caballero, entiendo) lo ha intentado con resultado dispar, pero cuanto menos inquietante.

Quizá quede mucho para lograr hacer del 2D de un lienzo un 3D, pero desde luego se le agradece el intento al bueno de Rino.

Además, nuestro viejo amigo Friedrich es también protagonista. Qué más se puede pedir.

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El martillo pilón

La reproducción es sangre. Huele a sangre. Sabe a sangre.

Creced y multiplicaos. Hasta el más imbécil, el menos humano sabe hacerlo. Décadas de liberación sexual de nada sirven ante la llamada de la selva. Hasta el más desaprensivo, el más torpe lo logra. Nada importa la satisfacción sexual, el goce mutuo, el retardar el orgasmo, la simultaneidad. Lo importante es que ese líquido viscoso y blanquecino se ubique adecuadamente y cumpla su función reproductora de millones de peones flagelados que buscan con ahínco el óvulo al grito de sólo puede quedar uno. Y ya está. La espera, la ilusión, el vértigo, la alegría, el deber cumplido, el instinto satisfecho. El saber que uno ya se puede morir, ahora que…

Pero puede que no, que no sea así. Puede que un día, superados los miedos, la zozobra, la búsqueda de la ocasión ideal, puede que no, que no esté de Dios, aunque precisamente sea Dios, cualquier dios, el que menos tenga que decir. La naturaleza se vuelve desabrida, caprichosa, más selectiva que nunca. Y es entonces cuando la ciencia empuja, allana el camino, cumple esa función que la evolución humana ha labrado con sangre (otra vez sangre) sudor y lágrimas, que no es otra que obrar milagros como ningún dios fue capaz. Y es entonces cuando el embarazo dura años. Criogenia. Estimulación forzada. Probetas. Remedio infalible. Los milagros de la ciencia. Pero tú ves pasar los meses y lo que para otros es rápido, vivaz, sorpresivo, para ti es eterno, inconmensurable.

Y aún con todo a veces estás en el lado débil de la estadística. Ese cero coma algo. Lo que debe ser fácil, con todo la dificultad propia de perpetuar la especie, se vuelve imposible. Con esa agonía, esa crueldad propia de las ocasiones perdidas, donde entran en juego los mismos mecanismos que para el resto: la ilusión, la espera, el vértigo, hasta que se desencadena la tragedia. Entonces sólo cabe el aullido, el quejido, el romperse por dentro por la injusticia, por la mala suerte, por la refinada ironía con la que la naturaleza, incluso la ciencia te dice que tú no, que tú no lo mereces, que sea lo que sea que hayas hecho para no merecerlo ahora te pasa factura, no fueras a creer. Cuando la fe, precisamente la fe, es la primera que se acobarda y te traiciona.

Para esas pérdidas no existen nombres. No hay palabras para definir a aquel que pierde sus hijos demasiado pronto, cuando sus corazones laten pero cercenan su latido. Literalmente. No las tiene la RAE, no las tiene el vulgo. No hay duelos permitidos, siempre es el «no te preocupes», «todo se andará», «aún sois jóvenes», «eso en cuanto que os relajéis os saldrá solo, ya veréis». Y tú les observas, intentando expresar con tu mirada la rabia ahogada en sangre, en litros y litros de sangre (sangre en las vías atadas al cuello, sangre en compresas, sangre en las manos) que no tienen ni puta idea, que no saben de qué coño están hablando, y que más valía que se metieran esa blanda esperanza en sus labios. Incluso no hay lugar en los hospitales. Te tragas tu dolor y esa rabia en la misma planta donde los malditos ecógrafos expanden a los cuatro vientos los latidos de neonatos que traspasan el silencio nocturno como los ejércitos dispuestos a la batalla, con su monótono tap-tap-tap-tap-tap-tap.

Entonces eres el paria, el lisiado, el que no vale. Tu esperanza se transformó en sangre, en rabia, dolor y llanto por nuestros hijos malogrados.

Tú no perteneces al selecto club. Tú no tienes hijos. Tú no sabes. No sabes nada. Los anuncios de sonrosados bebés, tripas descomunales y niños prístinos manchados de barro retuercen el cuchillo clavado en el pecho. Los miembros del selecto club sienten lástima, mientras amasan el pelo de sus retoños. Todo te lo recuerda, todo está ideado para que pierdas día a día la batalla. Tripas incipientes en Facebook, sillas infantiles que se comparten, fotos de niños preciosos que miran desafiantes a la cámara desde esa inocencia manchada por los babeos de los padres, hermanos, abuelos, tíos, compañeros, amigos. Todos expanden la nueva, todos saltan, gritan, balbucean, ríen, lloran, y horadan la herida que se acerca sin pausa a tu corazón para hacerse letal, terca y desafiante. Incluso algunos malnacidos esparcen su inmundicia en forma de feto troceado. Entonces quieres matar, destruir, aniquilar.

Yo quería ser padre. Y había consenso en que iba a ser un buen padre. Confesiones de algún buen amigo me hicieron sonrojar. Y ahora te amargas, te sumerges en la rabia inconsolable de reconocer que no puedes pisar las casas de tus cercanos recién padres porque te sientes mal de no alegrarte de su desorbitada alegría. No puedes mirar a tus queridas colegas porque su tripa desmesurada te mira y te sonríe sarcástica. Y te sientes ruin, amargado de no poder sentir ni siquiera envidia, sino rabia.

La procreación es nuestro martillo pilón, inconfesable, incansable, ineludible. Golpea siempre, día a día, noche a noche, de manera infatigable. Siempre, siempre dispuesto a recordarte que tú no, que tú no eres como ellos, que no lo podrás ser, que no se te ocurra pensarlo. Día a día. Que siempre puedes adoptar. Día a día. Que hay gente que no puede, y no pasa nada. Día a día. Y te tragas los anuncios, las conversaciones, el ímpetu procreativo de toda tu generación. De esa ristra de cacas, apiretales, maxicosis, pañales y sueños imposibles de madrugada. De mira qué mono, qué hace, cómo se mueve. Pero tú no sabes nada, qué vas a saber, tú estás incompleto, porque no eres padre, porque no es lo tuyo, porque no sabes lo bueno de la vida, lo único, lo verdadero, lo más grande, lo más importante. Y estallas por dentro, llorando de nuevo por ese proyecto truncado, por esos babies sin dueño, por ese biberón que no fue. Por toda esa vida que perdiste. Por el futuro. Y pugnas, de nuevo, otra vez, por no volverte loco.

Y escuchas el martinete, solemne, infatigable, perpetuo, del martillo pilón asolando lenta, inexorablemente, tu cabeza, tu alma, tu propia esencia. Día a día. Día a día.

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La sutileza

La naturaleza es ruda. Suele irrumpir desaforadamente, con brusquedad, arrasando, o anegando, o resquebrajando. Suele actuar con sus criaturas de manera rotunda, hacerlas traumáticamente mudar de piel, morir entre estertores o nacer y parir con bestialidad coreografiada. A veces es lenta y concienzuda, horadando por milenios el contorno de piedras, sierras y valles, pero el resultado siempre es desaforado; hermoso, pero desaforado.

Pocas veces es sutil. Quizá en el leve rozar de un ala al viento, o en la zozobra de un mar en calma que derrama las olas como en un suspiro, o en esa gota eterna que forma una estalactita deflectada. No es extraño que nosotros seamos también bruscos, toscos, despiadados. Hemos arrasado con todo lo que se nos ha puesto en nuestro camino a base de maza y dinamita.

Sin embargo, la sutileza es propia también de nuestra especie. Tan sólo hay que ver el levísimo giro con el que una patinadora cambia de dirección en el hielo, o el inapreciable toque con el que un maestro hace carambola sobre un tapete. Pero la que más impresiona es aquella que resulta de la acción de una máquina capaz de mover toneladas de presión y realizar una operación milimétrica sin salirse ni una micra del camino trazado.

He recuperado una costumbre ya casi olvidada, claudicando ante la moda, sí, pero recuperando sensaciones que tenía grabadas a fuego en mis sentidos: la de la sutil aguja de un giradiscos bailando entre los surcos de un vinilo. Con ese emocionante caer a plomo sobre el plástico y ese ruido inigualable que sólo los maniáticos del sonido sabemos apreciar.

Así que os presento a mi nuevo amiguito, que luce así en mi salón. Y mi colección de discos, desparramada antes de ordenar y colocada ya en su nueva ubicación sueca esperando su turno.

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Bienvenido sea.